Sabino Cuadra | (Des)memoria democrática: A la tercera no fue la vencida I
Desde el 14 de octubre de 1977 en que se aprobó la Ley de Amnistía, hasta el pasado 14 de julio en que el Congreso hizo otro tanto con el proyecto de Ley de Memoria Democrática (aún deberá pasar por el Senado y ser remitida nuevamente al Congreso para su sanción definitiva), la impunidad para con los crímenes del franquismo ha sido una constante durante 45 años.
Si bien muchos han fallecido ya, miles de responsables de asesinatos, desapariciones, encarcelamientos, torturas, robos de bebés, trabajos esclavos…, entre los que se hallaban ministros, policías, militares, guardias civiles, gobernadores, eclesiásticos, caciques locales, empresarios, etc…, han vivido plácidamente sin que, oficialmente, nadie les haya exigido nunca responsabilidad alguna. Mención especial merece Rodolfo Martín Villa, máximo jerarca franquista hoy vivo y responsable político principal de varias decenas de muertes policiales y parapoliciales habidas durante su cargo de ministro de Relaciones Sindicales y del Interior (diciembre de 1975-abril de 1979), quien se sigue jactando públicamente de su buen hacer al servicio de aquella sangrienta Transición.
El Estado español ocupa el segundo lugar, tras Camboya, en el siniestro ranking mundial de desapariciones forzadas (más de 110.000). No solo eso, sino que también, de entre todos los regímenes dictatoriales habidos en el pasado siglo (Alemania, Italia, Portugal, Grecia, Guatemala, El Salvador, Chile, Argentina, Sudáfrica…), es el que, con diferencia, menos medidas ha adoptado para investigar estos crímenes, juzgarlos y otorgar reparación, a sus víctimas. Pero vayamos por partes.
LA LEY DE AMNISTÍA DE 14 DE OCTUBRE DE 1977.
El contexto político-social previo.
La Ley de Amnistía de 14 de octubre de 1977, junto con los Pactos de la Moncloa suscritos ese mismo mes y los Acuerdos con el Vaticano, negociados por aquellas mismas fechas, fueron los tres desbroces que abrieron camino a la Constitución española, aprobada el 31 de octubre de 1978 y ratificada en referéndum el 6 de diciembre de ese mismo año.
Con la Ley de Amnistía se dio cerrojazo a todo atisbo de exigir la más mínima responsabilidad a la dictadura por su pasado criminal, tal como había reclamado hasta entonces el conjunto de la oposición de izquierdas y democrática. Los crímenes cometidos por el franquismo quedaron así borrados en aras de una reconciliación magnificada y elevada a los altares.
Por su parte, los Pactos de la Moncloa inauguraron un nuevo escenario en el que el sindicalismo asambleario y de clase fue sustituido por otro burocrático y de concertación al que, finalmente, los grandes empresarios y banqueros franquistas impusieron su democrática salida para aquella crisis: “Todos tenemos que apretarnos el cinturón”, dijeron. Más reconciliación.
Finalmente, los Acuerdos con el Vaticano, negociados secretamente y formalmente suscritos el 2 de enero de 1979, pocos días después de entrar en vigor la Constitución, vinieron a confirmar de forma general los privilegios fiscales, educativos y sociales acumulados por la Iglesia durante el franquismo.
De esta manera, la ruptura democrática reivindicada por la oposición democrática, nacionalista y de izquierdas (república, autodeterminación, laicismo, depuración-disolución cuerpos represivos,..), quedó sepultada bajo la losa constitucional. En este proceso, la Ley de Amnistía fue una condición sine qua non impuesta por el franquismo para acceder a transitar a un régimen de libertades homologable a nivel internacional.
La Ley de Amnistía de 14 de octubre de 1977.
La exigencia de amnistía fue seña de identidad de la oposición antifranquista. Desde comienzos de los años 70, las movilizaciones en su favor fueron creciendo en extensión y masividad. En 1974 se convocó ya en Euskal Herria una huelga general para reclamarla. A nivel estatal, distintas plataformas opositoras (Junta Democrática, Convergencia Democrática, “Platajunta”, Asamblea de Catalunya,..) hicieron de ella una de sus principales exigencias, pero el régimen se negó siempre a que ésta pudiera ser general y total.
En la calle, las movilizaciones se sucedieron una tras otra y la represión se acentuó. El 8 de julio de 1976, una manifestación que reclamaba amnistía laboral y política congregó en Bilbo a 150.000 personas. Un día después, en las fiestas de Santurtzi, en otra manifestación similar, Normi Mentxaka sería asesinada por un policía de paisano. Intentando contener esta marea, el 30 de ese mismo mes de julio, el recién estrenado Gobierno de Suárez aprobó un Decreto denominado de Amnistía que, a pesar de su nombre, se quedó muy corto y a nadie satisfizo. En septiembre de 1976, primer aniversario de las últimas ejecuciones franquistas (Txiki, Otaegi, Baena, García Sanz, Sánchez Bravo), una nueva huelga general paralizó Euskal Herria.
Poco después, en noviembre de 1976, con motivo de su coronación como rey de España, Juan Carlos I concedió un indulto “en memoria de la egregia figura del generalísimo Franco” que puso en la calle a casi 700 presos y presas políticas. A pesar de ello la exigencia de amnistía no decreció, sino que se avivó aún más. Las Gestoras pro-Amnistía, creadas ese mismo año, se extendieron rápidamente por la mayor parte de las localidades vascas y las movilizaciones se generalizaron.
En el resto del Estado también se reclamaba la amnistía y la respuesta, una vez más, fue la represión. En enero de 1977, durante la “semana negra” madrileña, en dos días consecutivos, la policía y sus allegados asesinaron a dos personas en movilizaciones pro-amnistía, Arturo Ruiz y Mari Luz Nájera. Pocas horas después de la muerte de ésta última se produjo la matanza de los laboralistas de Atocha. El Gobierno, por su parte, dictó un nuevo decreto en marzo de 1977, pero éste excluyó a los condenados por delitos de sangre. La lucha prosiguió y fue salvajemente reprimida. Dos meses después, en mayo, durante las movilizaciones de la II Semana pro-Amnistía vasca, la policía y guardia civil acabarían con la vida de siete personas más.
Ley de punto final.
La Ley de Amnistía no fue una medida adoptada por el Gobierno, sino una Ley aprobada por el Congreso. No solo eso, sino que su propia propuesta vino suscrita al alimón por UCD, PSOE, PSP, PSC, PCE y la Minoría Vasco-Catalana. En cualquier caso, la ley no solo afectó a las varias decenas de presos y presas políticas que aún permanecían encarceladas, sino a toda la caterva criminal franquista (policías, militares, guardias civiles, ministros, gobernadores, eclesiásticos, caciques locales, empresarios, etc…), responsable de todo tipo de violaciones de derechos humanos en las décadas previas. Mal negocio para la democracia. Excelente para el régimen.
El artículo 2º, apdos. e) y f) de la Ley, señalaba que ésta se aplicaría también a “los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación de los actos (de naturaliza política) incluidos en esta Ley”, así como a “los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas”. No fue, pues, una ley de amnistía sino, sobre todo, una ley de punto final. Así lo señaló Txiki Benegas, alto dirigente del PSOE, afirmando en 1995: “En este país, la única ley de punto final la hicimos en octubre de 1977 los demócratas para los franquistas”.
En el debate congresual, si bien las intervenciones de los portavoces del PSOE, UCD, PSP, AP, Minoría Catalana..) siguieron un guión similar, algunas fueron especialmente significativas. Así, Marcelino Camacho (PCE) afirmó: “Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie”, porque “¿cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?”. Por su lado, Xabier Arzalluz, en la misma línea, recalcó que “no vale en este momento aducir hechos de sangre, porque hechos de sangre ha habido por ambas partes. Olvidemos pues, todo”. Es decir, se ponía al mismo nivel a quienes habían realizado un golpe de Estado militar-fascista y a quienes hicieron frente a éste defendiendo la legalidad republicana.
Tan solo dos meses después, el 19 de diciembre de 1977, el Gobierno de Suárez (UCD), aprobó una Orden sobre “inutilización administrativa, archivación y expurgo de los archivos de las Direcciones Generales de Seguridad y de la Guardia Civil de antecedentes relativos a actividades políticas y sindicales legalmente reconocidas”. Tal como ha señalado Oscar Alzaga, miembro entonces de la dirección de UCD, la Orden supuso la “destrucción metódica, sistemática y con pretensiones de totalidad de los archivos policiales y parapoliciales….bajo la batuta de Martín Villa y con la conformidad del presidente Suárez”. Millones de documentos policiales ardieron en la sede central de la Guardia Civil. Todo quedó quemado y bien quemado.
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