Jon Jimenez Martinez | Entrevista a la antropóloga y escritora Miren Alcedo
Es una entrevista muy especial, porque para mí esta autora fue, en un principio, anónima. Firmado con seudónimo llegó el manuscrito a la editorial. Al cabo de unas semanas recibí una llamada, pero seguí sin saber quién era la persona que se encontraba al otro lado del teléfono. Por lo que había leído y había escuchado, sabía solamente que era una mujer que hablaba castellano (luego supe que también euskera) y que, obviamente, tenía miedo de lo que había escrito.
¿Cuánto hay de ficción y cuánto de trabajo antropológico de campo en los relatos que componen Schubert nunca trabajó en Justicia?
De trabajo antropológico muy poco, por no decir nada, algún hábito medio olvidado de una vida ya pasada. Para escribir una etnografía, aunque se utilice un enfoque emic o se pretenda hacer observación participante, hay que mantener una cierta distancia, que en este caso no se ha dado. Yo soy una trabajadora de la Administración sobre la que escribo, eso anula la distancia. Tampoco ha sido mi objetivo hacer un ensayo. Schubert nunca trabajó en Justicia no fue un texto planificado obedeciendo al planteamiento de una hipótesis y a su contrastación, lo que entendemos por un trabajo científico. No, su génesis fue mucho más modesta: yo estaba todos los días inmersa en una realidad que me costaba entender y que muchas veces me dolía; para autoexplicármela empecé a escribir textos muy cortos, la mayoría en forma de relato de una o dos páginas que abordaban distintas facetas de lo que era mi cotidianeidad. Esos cuentitos me han ayudado a entender y conseguir cierta paz en mi día a día.
Comparas la Administración de Justicia, donde trabajas, con un prostíbulo.
Sí, lo es. Vendemos un servicio. Pepe Mujica, el expresidente de Uruguay, lo explica mucho mejor que yo cuando nos dice cómo en el trabajo, en cualquier trabajo, malvendemos nuestra vida persiguiendo una ilusión de felicidad, pero al final muchas veces lo único que tenemos es una colección de cacharros que no nos satisfacen, sólo nos esclavizan. En nuestra administración pasa eso mismo: Invertimos un montón de horas, a cambio nos dan un sueldo, que muchas veces es el único fruto que generamos. El problema es que en nuestro puesto de trabajo se supone que, de una manera muy modesta, todas contribuimos a que la justicia sea una realidad, es decir, el fin de nuestro trabajo es que el conflicto desaparezca, que los débiles sean protegidos, que las personas disfruten de un trato igualitario… Claro, cuando no ves colmada esta función, cuando la justicia se revela una utopía, la frustración puede ser muy grande. A más sensibilidad, más frustración.
Carmiña, Karmentxu, Karmele… Una voz femenina, polifónica y a veces desgarradora intenta quitar el disfraz de mujer con el que hemos caracterizado y seguimos caracterizando a la Justicia. ¿Tanto machismo hay en una institución que, se supone, entre otras cosas, vela por nuestra igualdad?
La Administración de Justicia es uno de los poderes del Estado. Y este Estado es clasista, racista, homófobo, tránsfobo, caciquil y, por supuesto, muy machista. Para nosotras el machismo no es una entelequia, es una realidad que se pasea por nuestras mesas en los expedientes que tramitamos; en ellos leemos de las palizas que reciben las mujeres de quienes las deben amar y respetar, vemos cómo las maltratan económicamente, nos enteramos de las desigualdades laborales que sufren, del acoso que padecen vestido de mil disfraces. Nuestras hermanas vienen a los palacios de justicia a reclamar amparo, y muchas, demasiadas veces, se encuentran con una institución patriarcal que las cuestiona. Nosotras mismas, las funcionarias, tenemos esquemas machistas, nos posicionamos con el poder y maltratamos a nuestras hermanas.
Aunque nos parezca monolítico y uniforme, ¿hay jerarquías y mucha lucha de clases también entre los distintos cuerpos del funcionariado?
Un presupuesto básico de la Administración de Justicia afirma la igualdad de todos los ciudadanos, y suponemos que también ciudadanas, ante la ley. Pero luego en su quehacer diario trata de muy diferente manera a los usuarios según su procedencia económica, ideológica, de clase, de educación, de género, incluso geográfica. Todos esos factores influyen en que se reciba una u otra resolución, uno u otro trato. Es decir, que no somos iguales, ni mucho menos. Todos los ciudadanos y las ciudadanas ocupan un lugar muy concreto en el organigrama social y, en función de ese lugar, está la justicia que reciben. Si no sonara tan mal, podríamos hablar de un sistema de castas. Bien, ese sistema de castas también afecta a las funcionarias, a las trabajadoras de la administración, lo llamamos jerarquía y tiene mil categorías: Depende de en qué cuerpo se trabaje, en qué partido judicial, si se ha accedido a la plaza por oposición o por bolsa de interinos, de la antigüedad en el puesto… Yo no hablaría de lucha de clases, porque la lucha de clases presume una cierta movilidad y el funcionariado de Justicia es una organización mucho más estática, donde quien tiene poder lo puede ejercer de manera despótica. Se han hecho intentos para reestructurar el sistema -el último, lo que se ha dado en llamar la Nueva Oficina Judicial, en fecha reciente-, pero no han resultado. Como mucho, han aparecido nuevas categorías, pero las relaciones entre ellas siguen siendo tan rígidas y rancias como en el pasado, lo cual imagino que traduce una falta de convicción democrática. En nuestra administración la jerarquía comportaba y comporta autoritarismo.
Hay, resumiendo, mucha tragedia en todo el libro. Pero, a la vez, desde lo más profundo de la tragedia, emerge el humor. ¿Es la única arma que os queda para seguir vivas?
A ver, el humor es muy importante, en el texto aparece a menudo, en la oficina lo usamos siempre que podemos: Nos reímos de lo que nos pasa, de lo que nos toca ver, de nosotras mismas. Pero no siempre nos resulta fácil, las situaciones son muchas veces demasiado terribles para permitir una sonrisa. Tampoco es el mejor método. Para sobrevivir con dignidad hay herramientas más eficaces: la solidaridad entre compañeras, que nos ampara de abusos y arbitrariedades; la empatía con los y las usuarias, que aporta humanidad y nos permite darles un buen servicio o por lo menos no agravar la situación de por sí complicada con la que llegan a nuestro mostrador. Al final se trata de algo tan simple y tan grande como sabernos servidoras públicas y actuar en consecuencia.
“Se ha dado cuenta de que vivir no es disfrutar, sino pelear, y está harta”, te leemos. ¿Cuál es el grado de resignación de las funcionarias de Justicia? ¿Sigues creyendo que desde la institución es posible cambiar el mundo a mejor?
Tengo días más optimistas y otros más negros. Últimamente ni siquiera me pregunto si, desde la administración o desde otras instancias, es posible cambiar el mundo. No me parece que sea un cuestionamiento decente, porque puede llevar al desánimo y a la inacción. Es decir, ante la falta de certezas, creo que solo cabe actuar como si la utopía fuera posible, como si dependiera de nosotras, de lo que hagamos día a día en nuestro entorno más cercano, en la escala pequeña. Igual después de todo no cambiamos nada, pero nadie nos podrá negar el haberlo intentado. Eso, intentarlo, no resignarnos ante el conformismo, para mí ya hace un mundo mejor.
Con foto de Natxo Castillo