Leonardo González | Ya no vivo por vivir
Estos dichos han causado división y polémica ya que muchos pensamos que en la sobreprotección del estado existe una falta de cuidado a la libertad de expresión (en Argentina tienen un número para llamar por si necesitan asistencia y hubo polémicas por las restricciones de aislamiento que agravaron a la población de más de setenta años, por ejemplo la cantante Nacha Guevara (79 años) manifestó: “estoy por masturbarme en el bidet, ¿llamo al 147 o al ABL para que no me corten el orgasmo?”). De manera responsable, la ciudad de Buenos Aires falló anticonstitucional cortar las libertades de la gente según su sector etario. El estado de Texas, en cambio, con más habitantes (o usuarios) que muchos países de Latinoamérica, parece estar casi completamente domesticado por las políticas republicanas asentadas desde hace más de 16 años. He vivido allí los últimos años, en Texas, yendo y viniendo entre el este, el oeste y el sur, y particularmente en el norte de Texas, en lugares como Lubbock, de amplia población blanca, es donde he sentido más fuerte el racismo hacia los latinos y hacia la población afroamericana. Se trata de pequeñas ciudades donde el voto es republicano. Pequeñas ciudades donde el alcalde es blanco, el gobernador, ya sabemos, y todo gira en relación al individuo y al progreso. Sociedades domesticadas que hoy parecen tambalearse un poco tras la muerte de George Floyd. Sociedades que organizan y distribuyen la normalidad mediante diversas formas de cárcel que se han inventado para lavar el cerebro de la población, gente que se reproduce y cree ser libre cuando va a la escuela, cuando hace su vida cotidiana. La cárcel como recinto penitenciario, la cárcel como hospital, como salón de clases, como un habitar la ciudad bajo vigilancia y el gobernador de Texas dice que a pesar del accidente que lo dejó inválido él continúa cazando venados con orgullo patriótico. Cazar venados, matar negros, construir muros, evitar que dos bañistas puedan sentir los granitos de arena deslizarse por sus pies, todo eso tampoco es homologable. La vida no es homologable, señoras y señores, escribo como apunte para futuras reflexiones. Se nos ha construido frente a nosotros en nuestras caras un muro de cristal. Ya no es un techo, ahora es un muro de cristal. Mi amigo mejicano lee a Baldwin y se rasca la oreja y me dice “¿Qué onda?” y yo le digo “¿Qué onda?” y a través de ese mensaje oculto decimos otras cosas que no sabemos, que de algún modo raro nos hacen ponernos de acuerdo en que está bien que estamos ahí leyendo y anotando ideas.
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Pongo en YouTube un clásico de Roger Waters. Un clásico que todos conocemos: “Somos dos almas perdidas nadando en una pecera, año tras año, corriendo sobre el mismo pasto viejo, ¿y qué encontramos?, los mismos viejos miedos” (3). Sin embargo, hemos de pensar que se atisban cambios. Hoy la gente salió a la calle por la muerte de George Floyd, pero en realidad la gente está protestando por cuatrocientos años de representaciones injustas y de violencia. No es de extrañar que el presidente haya construido rápidamente a un nuevo enemigo (el poder, dijo Foucault, se trata de inventar enemigos donde no los hay, como Kafka en ese cuento del hombre que desde que inventó un nuevo método de tortura necesita de inmediato a alguien para torturar). Dice Lévy-Strauss, a quien citábamos al inicio, que la diferencia entre pensamiento salvaje y pensamiento domesticado es que el primero crea estructura a partir de acontecimientos mientras que el segundo crea acontecimientos mediante estructuras. Ahora son los Antifa los locos, los anormales, los terroristas domésticos.
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Lo que quiero decir, y por eso partí hablando de los adultos mayores, es que en medio de toda esta guerra hay un grupo que tiene que sacrificarse y ver todo desde la ventana de la casa, si acaso tiene casa con ventana en el asilo, en la residencia, en el hogar, en la plaza donde moran sus años, un grupo que en Chile recibe pensiones de no más de 350.000, por lo tanto se trata de gente a la que el dinero no le alcanza para pagar los gastos básicos (luz, agua, arriendo, pastillas para enfermedades que además les impiden producir para el sistema). Este grupo ha sido discriminado históricamente. Los aparatos de poder actúan sobre nosotros, “los normales, los vigorosos”, creando rótulos. Así los homologamos, los volvemos inútiles, desprotegidos y torpes ante nuestra mirada domesticada. Los llamamos “abuelitos” privándolos de su condición de seres humanos fuera del inframundo de la institución familiar. Qué pasaría con un Pedro Lemebel que hoy estaría bordeando los 70 años, ¿lo llamaríamos abuelo o abuela pese a que nunca tuvo una guagua pero fue la madre queer de todos los chilenos? Claro, hay quienes piensan en el llamativo como una distinción de cariño y de vinculación, abuelo como un lazo que nos une, nieto como un lazo; pero los lazos son también ataduras, no nos olvidemos que con lazos se ahorcaba a la gente en las plazas públicas en la edad en que el estado era soberano. En las plazas públicas se ahorcaba a la gente y seguramente con ese mismo Lazo veremos morir a Donald Trump, si es que antes no morimos todos nosotros por decirlo. No olvidemos, que ahora se nos prohíbe hasta imaginar. No olvidemos que desde ahora ya no podemos tuitear sin ser vigilados y castigados. Escribo esto, sin embargo, sin interés de tuitearlo, de hecho, yo no tuiteo.
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En Chile el ministro de salud sigue pensando si el virus Covid-19 es o no buena persona y el mundo se cae a pedazos. Las calles de Minneapolis están en llamas y en Nueva Jersey, donde escribo y termino esta pequeña diatriba mañanera bajo el sol, no pasa absolutamente nada. Es más, se han abierto las playas, el calor está el descueve y cobran por bañarse en las aguas nada más ni nada menos que 9.99$ por persona. Nunca antes habían cobrado, pero es que el capitalismo no anda en traje de baño este año. El capitalismo anda con mascarilla. Debe usted pagar su entrada y comprarla por Internet. Y si no la compra a tiempo, al igual que los viejos, usted no podrá ingresar al sistema.
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A través del cristal de unos lentes de sol veo a una pareja de adultos mayores paseando por la rambla. Hace calor y estamos cerca de la zona de los casinos de Atlantic City. Nunca había estado aquí. La pareja se acerca como en el cuento Playa de Roberto Bolaño, parecen ser figuras alegóricas de la muerte. Ambos blancos, arrugados, con trajes de baño, llevan mascarillas. Quiero sacarles una foto para el New York Times (me río por mi ilusión) pero en la torpeza del momento no alcanzo ni a sacar la cámara. El momento se ha ido. La pareja se ha ido, quiero creer que ambos descansan ahora bajo un toldo de luz, leyendo o haciendo algo como leer o pasear con el lenguaje en una conversación amigable. Sus gafas apuntan al cielo, en mi imaginación, como mis lentes de sol. Las nubes esta mañana no se disfrazan de nada. Los que llevamos disfraces somos nosotros.
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Pienso entonces en una canción cantada por Juan Gabriel y Natalia Lafourcade que dice: “yo ya no vivo por vivir. Ya no vivo, por vivir, ya no vivo” (4). Y me siento contento y vivo y con ganas de entrar a la playa y de bañarme largas horas en las aguas prohibidas para la sirena rostizada que soy. A ver, le digo a Alfonso, léeme una frase de Baldwin al azar. Ok, me dice y hace avanzar al libro con sus manos y los ojos cerrados. Stop, le digo. Y él lee un párrafo que termina así, como si todo esto estuviera integrado a algo mucho más grande y complejo: «God gave Noah the rainbow sign, no more water, the fire next time!«.