Jamadier Esteban Uribe Muñoz | Chile: crisis político-sanitaria y el nuevo escenario para las izquierdas
Chile ingresó a la coyuntura del covid-19, cuando la energía desatada por las protestas sociales que sucedieron al estallido de octubre de 2019, aún estaba lejos de extinguir la expresión social del descontento en las calles. Ciertamente, hacia mediados de marzo era apreciable un declive de las movilizaciones en gran parte del país, el que es más atribuible a las maniobras por institucionalizar el descontento, que a las alarmas tempranas que comenzó a producir la pandemia, pero que sin embargo tendían a asegurar una inercia suficiente como para que el rechazo a la arquitectura neoliberal del modelo de desarrollo chileno, fuese capitalizado por las fuerzas políticas de izquierda.
El 18 de octubre, presentó un doble movimiento que reconfiguró el escenario político, reconfiguración que tras irrumpir el covid-19, ha vuelto a mutar, presentando nuevos desafíos para el progresismo. Por un lado el 18 de octubre, fue un movimiento de disgregación de las orgánicas políticas, que desde el mundo institucional y desde el mundo social habían articulado el descontento social. Por otro lado, fue un movimiento de homogenización intersubjetiva, en el que el malestar acumulado tendió a difuminar la segregación del tejido social, poniendo a toda la población precarizada –no importa si más o menos– en el mismo bando.
Fue un movimiento de disgregación, porque las fuerzas políticas que habían articulado la movilización social, desde la irrupción de “los pingüinos” en 2006, se vieron radicalmente sobrepasadas en su capacidad articuladora. El carácter gremial, o, si se quiere, sectorial, de esas demandas, avanzó vertiginosamente a la convergencia en la movilización de sus bases sociales, ante aparatos políticos que no tuvieron la capacidad de maniobra adecuada para racionalizar sus fuerzas.
Un llamado de atención inevitable para el exceso de optimismo. El 18 de octubre fue un estallido social, no fue una rebelión popular. Es por ello que avanzaron las demandas de, por ejemplo, la Mesa de Unidad Social, pero sin la Mesa de Unidad Social, sin el Partido Comunista, sin el Frente Amplio. Lo que aconteció fue la irrupción violenta –justa o no– de una sumatoria de demandas, más que la articulación de demandas sociales. Lo que a los incautos les pareció un movimiento de congregación, fue en realidad un movimiento de dispersión simultánea del descontento social. Un movimiento destituyente, sin un referente constituyente.
Sin embargo, dicho movimiento de disgregación, produjo a su vez la homogenización de la gran mayoría del mundo social, hiriendo profundamente al principio segregativo a la base de la cultura neoliberal chilena.
El neoliberalismo, lo que hace es construir y segmentar mercados, lo que a su vez se traduce en una cultura de segmentación del tejido social. Antes del neoliberalismo los estratos medios-bajos y bajos no eran nichos de mercado, sino más que para la circulación de los bienes necesarios para la reproducción biológica de la fuerza de trabajo. Las periferias urbanas, el campesinado pobre y la clase obrera, no eran en rigor sujetos de consumos. La “magia” del neoliberalismo fue que los integró, mediante crédito, mediante deuda, mediante precarización subjetiva, pero los integró.
Dicho proceso de integración, no obstante, fue mediado por un contrato implícito en el terreno del deseo, cuyo correlato objetivo se forjó en la segmentación de la oferta, a la par que en un movimiento de desprecio-aspiración de la demanda. Es así, por ejemplo, que en Chile no solo existe una educación para ricos y otra para pobres, sino que una para súper ricos, otra para ricos, otra para casi ricos, otra para clase media alta, otra para clase media alta no tan alta, otra para clase media, otra para clase media no tan pobre, otra para clase media pobre, otra para pobres no tan pobres, otra para pobres no más y otra para súper pobres, y más abajo de eso, incluso, otra educación solo para administrar masa marginal menor de edad.
El mapa de la segmentación del mercado educativo puede, en realidad, replicarse a cualquier mercancía, siendo lo más interesante, no tanto la enorme imaginación requerida para crearlos, sino que el paso de un mercado a otro está profundamente marcado por el desprecio al segmento actual y la inmediata aspiración al siguiente. Es así, como el neoliberalismo construyó un tejido social donde nadie se encuentra, y quienes se encuentran, gozan solo de un encuentro transitorio.
Sin embargo, hubo algo que las élites del neoliberalismo no segmentaron, o si lo segmentaron, no lo segmentaron lo suficiente: el abuso y la precarización. Lo que sucedió con el ciclo de protestas iniciado en 2006, fue que paulatinamente la valencia subjetiva de la sensación de abuso y precarización, se fue empatando con las aspiraciones de subir en la estratificación del mercado; hasta que el 18 de octubre de 2019, Chile que siempre renegó de su pobreza auto adscribiéndose a la “clase media”, cayó en cuenta de que en el movimiento de desprecio-aspiración se estaba despreciando a sí mismo. La calle se llenó de gente precarizada, sin importar su estrato social, pues la clase media que el neoliberalismo trajo consigo ha sido siempre extremadamente lábil.
Fue ese el movimiento de homogenización social, que se vivió a la par con la disgregación política. Movimiento que desafió a las orgánicas progresistas a radicalizar sus posturas en contra de la precarización de la vida, y que capitalizó sus programas históricos, a pesar de que no las capitalizó necesariamente como vanguardias institucionales en contra del neoliberalismo; ya que el movimiento de disgregación no solo puso en duda a los representantes, sino que al principio mismo de representatividad.
Con todo, en ese orden de sucesos, una cosa parecía segura: tanto en el plebiscito de abril, convocado para buscar una salida institucional a la crisis mediante una nueva constitución, como en la posterior elección de constituyentes, el movimiento de homogenización social se traduciría tarde o temprano, en un movimiento de congregación política anti-neoliberal, a pesar de que, sin duda y siguiendo a Jorge Alemán, no hubiese habido institución constituida capaz de albergar plenamente la energía y el contenido de las fuerzas destituyentes.
Es en ese escenario, donde a fines de marzo irrumpió la crisis sanitaria del covid-19, que al unísono devino en una nueva crisis política. Las orgánicas del progresismo se alistaban para enfrentar un nuevo y anhelado escenario de homogenización social, cuando aconteció el miedo que conlleva toda amenaza inmediata a la supervivencia. Todo lo que las orgánicas de izquierda tenían para capitalizar el descontento, versaba sobre un futuro distinto. Pero la amenaza era ahora.
La población asustada reaccionó como reacciona toda población asustada. En eso Foucault tenía razón, ante la amenaza del covid-19 la gente hizo suyo el anhelo de control social y, con la emergencia sanitaria como excusa, invistió de autoridad al único sujeto político en posición objetiva de ejercerla: al poder ejecutivo. Como el vagón de cola que habían sido desde el 18 de octubre, las orgánicas de izquierda hicieron eco del miedo, y pidieron al Presidente Piñera –al mismo que pretendieron acusar constitucionalmente por violaciones a los derechos humanos– que decrete un estado de excepción y saque a los militares a la calle, para un mejor control de la población ante la emergencia sanitaria.
Si algo nos enseña el psicoanálisis aplicado al estudio de las coyunturas políticas, es que la irracionalidad es parte del escenario. Por algún motivo las orgánicas de izquierda pensaron que un presidente de derecha, decretaría un estado de excepción y se comportaría como un presidente de izquierda. Lo que sucedió fue que un presidente de derecha, con el apoyo de la izquierda, decretó un estado de excepción y se comportó como un presidente de derecha (¡sorpresa! Que irracional el…¿presidente?).
El covid-19 se encargó de infundir el miedo –justificado, por cierto– que no puedo infundir el Presidente Piñera, con el aparato represivo del Estado, después del 18 de octubre. La izquierda pantomímica, de dar soporte institucional (a pesar de oponerse, y es que en su estado no podía hacer otra cosa) a la agenda económica de la derecha, para enfrentar la crisis mediante la precarización del empleo y el gasto focalizado, para salvar a los grandes capitales.
El resultado fue que hubo un nuevo movimiento en el tejido social que había tendido a la homogenización, y es que, en términos sistémicos, la crisis político-sanitaria del codiv-19 actuó como fuerza homeostática del neoliberalismo. El temor al contagio emergió con toda la legitimación del discurso científico, para reforzar el “distanciamiento social”, que redunda en desarticulación social. El temor a perder el empleo, y con ello las condiciones mínimas de vida digna, conquistadas por los estratos medios se instaló con fuerza y ha devenido una tendencia que vuelve a los patrones de segregación, rompiendo la alianza espontánea construida por las clases medias y los sectores pobres y pobres radicales, tras el 18 de octubre.
Es este el escenario que enfrenta hoy el progresismo en Chile. Una sociedad que en un movimiento de homogenización impugnó profundamente la legitimidad del neoliberalismo, impugnación que sigue vigente; pero que en un nuevo movimiento –producto del covid-19– de segregación social, desarticuló la incipiente alianza entre estratos que podría dar capital político a esa impugnación. El desafío de las izquierdas a corto plazo es cómo hablar a estratos medios y bajos, que han vuelto a tener intereses inmediatos diferentes; construir un discurso coherente pero diferenciado. El desafío a largo plazo, es cómo forjar una alianza que vuelva a poner, no solo el mismo horizonte al cuerpo social segregado, sino, el mismo camino.
Jamadier Esteban Uribe Muñoz
Psicólogo y analista político