Catalina de Erauso | Entrevista a Julio Martínez, epiléptico
Julio Martínez es una persona corriente con un trabajo normal, siempre y cuando está empleado. Por lo demás, su biografía es única. Es epiléptico y el funcionamiento atípico de la electricidad en su cerebro condiciona su día a día. Esa disfunción eléctrica le afecta poco en lo físico, pero ocasiona no pocos malentendidos con familiares y amistades. Y es que la epilepsia es una enfermedad con un fuerte componente social. El desconocimiento por parte de la ciudadanía de a pie de lo que supone el mal funcionamiento cerebral cada cierto tiempo provoca recelos y un rechazo tácito en el entorno en el que viven los epilépticos. Muchos creen que se trata de una enfermedad mental y los epilépticos son gente peligrosa. Nada más lejos de la realidad. Antes de pasar a contar las vivencias de Julio es bueno definir cuáles son los rasgos distintivos de la epilepsia haciendo una breve reseña que no aspira a tener rigor científico.
¿Qué es la epilepsia?
La epilepsia es un trastorno del cerebro que causa descargas eléctricas incontroladas por un corto espacio de tiempo. Es lo que se denomina ataque epiléptico pasado el cual el cerebro vuelve a funcionar de forma habitual. Existen innumerables motivos por los que un paciente puede padecer este mal y se diferencian dos tipos de epilepsia: la general y la focal. En el primer caso, hay un preludio con algún comportamiento atípico de los labios, un segundo momento de rigidez muscular total y un tercero en el que se observan movimientos convulsivos de las extremidades y en la cara, pérdida de conocimiento, espuma en la boca, vómitos, vaciado de la vejiga y relajación del esfínter y puede durar unos minutos. La segunda forma, también denominada “ausencia”, puede durar apenas unos segundos y pueden darse movimientos automatizados de la mandíbula casi imperceptibles como si se estuviese masticando y acompañados de alucinaciones visuales y auditivas que se denominan “déjà vu”, pero es sin pérdida de consciencia. El exceso de actividad eléctrica en determinadas neuronas del cerebro es el desencadenante de una crisis epiléptica. También en ambos casos, algunos pacientes experimentan una sensación de aura que les anuncia un ataque inminente. Lamentablemente, esto no ocurre siempre. Pasada la crisis, el epiléptico puede hacer vida normal en el caso de que no se haya lesionado. No obstante, les asola una pequeña gran secuela. Los epilépticos padecen amnesia. Es decir, no se acuerdan de lo que pasó durante la crisis, ya sea esta generalizada o focal. Pasemos ahora al relato del protagonista de este artículo.
Detectar la epilepsia y vivir con ella
Julio sufrió su primer ataque epiléptico cuando tenía entre dos y tres años mientras estaba desayunando. Se acuerda perfectamente que estaba echando galletas al Colacao. Después hay una laguna en esos recuerdos, parecido al corte de una película de hace cien años. Lo próximo que recuerda es a sus padres tratando de despertarlo. Habiendo recobrado la consciencia, se acuerda que el desayuno había enfriado. Ya no le apetecía tomárselo y no porque estuviese frío. Nos podemos imaginar la angustia de sus padres al ser testigos del primer ataque epiléptico de su hijo de corta edad. A los pocos días, se dirigieron a la consulta de su médico para relatarle lo que observaron. El médico les hizo un volante para un especialista de neurología que ordenó un sinfín de pruebas a Julio. En una de las pruebas que le hicieron se veía claramente una mancha en el lóbulo parietal izquierdo. Desde ese momento, Julio empezó a tomar medicación contra los ataques de epilepsia porque en los años 70 no había tecnologías que permitiesen ver qué había detrás de esa mancha. Sólo una trepanación hubiese dilucidado esa cuestión, algo que no se contempló. En aquel momento, la idea que primó fue la de proporcionar medicina paliativa orientada a disminuir los ataques de epilepsia para que Julio y su familia pudiesen así disfrutar de una mejor calidad de vida. No pretendía terminar con la causa de los ataques –en aquellos momentos desconocida- y, en definitiva, su curación. A lo largo de 20 años, Julio padeció del orden de dos a tres crisis de epilepsia diarias entre ataques generalizados y ausencias a pesar de la medicación. Es obvio que el tratamiento médico no consiguió acabar con las crisis epilépticas porque Julio padece de una epilepsia farmacorresistente durante dos décadas. A pesar del agotamiento físico que producen así como la erosión familiar y social que pueden llegar a provocar los ataques epilépticos, Julio pudo asistir a la escuela con toda normalidad. Preguntado por si experimentaba dificultades a la hora de aprender y retener contenidos dice que no le resultó especialmente difícil. Es más, afirma que sacaba buenas notas en el colegio. Tuvo la gran suerte de asistir a un colegio en el que ni profesores ni compañeros se burlaron de él por esa disfunción que padecía. No fue víctima de mobbing. Cuando terminó el bachillerato, hizo COU y tuvo que repetir curso. Por ese fracaso, decidió no seguir estudiando a pesar de que había una especialidad que le fascinaba. La frecuencia creciente de los ataques epilépticos a finales del bachillerato le hizo llegar a la conclusión que no saldría vivo de esa aventura si empezaba a estudiar una carrera. Su médico no sabía por qué las crisis iban en aumento a pesar de la medicación. Un ataque epiléptico no solo provoca inseguridad porque es muy traicionero. No avisa. Lo peor es que la multiplicación de crisis generalizadas con frecuencia diaria es una experiencia agotadora. El afectado está exhausto todo el tiempo y, por norma, no puede gestionar el volumen de trabajo de aprendizaje que exige una carrera universitaria. Además, no disponía de un colchón económico para poder pagarse los estudios en el caso que estos durasen más de cinco años por su dolencia. Por lo tanto, se puso a trabajar en todas aquellas cosas que diesen para vivir. Ha trabajado de camarero, de friegaplatos y de todo tipo de trabajo que le ofrecían. La vida laboral y social se ve afectada de forma singular en las personas que padecen esta dolencia y nos pararemos a pensar cuáles son las consecuencias más importantes que acarrea. Julio reflexiona sobre las dificultades de la vida laboral, familiar y la vida en pareja. Para explicar estos aspectos, es tal vez acertado explicar qué presencian los testigos y cómo vive la crisis el propio epiléptico.
¿Cómo se vive una crisis epiléptica desde la perspectiva de un epiléptico y desde quien la observa?
Una crisis epiléptica puede ocurrir en cualquier sitio. En el trabajo, en plena calle, en un autobús o en el metro o, muchas veces, en la cama. En este último caso, el epiléptico se suele caer de la cama y se golpea. Para el que presencia un ataque epiléptico, suele ser una experiencia truculenta porque casi siempre ha sido testigo de la tercera fase de la crisis cuando el cuerpo del epiléptico se convulsiona. Las dos fases anteriores se le han pasado desapercibidas. Mueve sin ton ni son brazos y piernas y se le desfigura la cara en numerosas ocasiones. Es difícil interpretar los gestos de la cara porque las neuronas disparan sin cesar y se suceden gestos muy pronunciados de angustia, de dolor, de miedo, de pánico, de rabia, de asco en un tiempo récord. Todo menos placer, sosiego o júbilo. Esos gestos invitan a salir corriendo. A veces gritan. Cuando termina el fuego, a veces les sale espuma por la boca. Otras veces, el epiléptico orina involuntariamente o defeca. Todo un espectáculo. Quien lo observa se siente impotente porque puede llegar a interpretar que el epiléptico se está muriendo. El miedo se apodera de él y no sabe qué hacer. En realidad, no se debe hacer nada, más allá de poner de lado al epiléptico y apartar objetos punzantes que puedan estar en las cercanías del mismo con los que se pudiese lesionar. Todo eso es posible si las convulsiones no son demasiado violentas porque en el intento de ayudarle, quien le ayuda puede sufrir heridas. Recordemos que la fuerza en un ataque epiléptico se suele duplicar y los epilépticos pueden llegar a romperse los dientes cuando cierran la mandíbula en una convulsión.
A Julio le llama la atención que la gente se quede como paralizada en el siglo XXI. Porque a día de hoy se puede acceder fácilmente en internet a vídeos grabados por médicos en los que se muestra paso a paso cómo auxiliar al que padece una crisis epiléptica y qué cosas no hacer. Son también innumerables las asociaciones de epilépticos que cuelgan vídeos donde se explican todas estas cuestiones y se dan pautas de comportamiento para reaccionar de la forma adecuada en un trance de esta índole. A Julio le ha gustado mucho una página en youtube de un señor que padece esta dolencia que tiene cámaras repartidas por su casa donde se puede observar una perra preparada para ayudarle. La perra le pone de lado cuando tiene una crisis. La perra, lametón tras lametón, le despierta. Si lo puede hacer una perra, lo puede hacer una persona normal sin necesidad de haber hecho ni un cursillo de primeros auxilios ni la carrera de medicina, apostilla Julio. Julio se preguntó durante algún tiempo para qué tenía las cámaras ese señor. Concluyó que era para que la gente aprendiese a calcular los riesgos que supone para el observador acercarse a un epiléptico convulsionándose y optase por apartarse ante una crisis. El epiléptico necesita espacio y aire, sentencia.
La crisis generalizada desde la perspectiva de Julio es distinta. Puede ocurrir que tenga aura y le dé tiempo a ponerse a salvo y anunciar a su entorno que va a sufrir una crisis de inmediato. Lo más habitual es que no experimente aura y el ataque le cruce como una ráfaga y Julio se desplome quedando inconsciente en un abrir y cerrar de ojos. Julio, como todos los demás epilépticos, no recuerda la crisis. Sí recuerda ese primer momento de aturdimiento cuando vuelve en sí, esas imágenes borrosas de muchos ojos que le miran, los parpadeos para abrir bien los ojos y ver dónde está, por qué sangra o quién le mira. La percepción auditiva es en sordina. Recuerda las caras de pavor de todo el mundo. Unos minutos después, Julio se puede incorporar y sentar, tomar un vaso de agua y continuar su vida normalmente. Si ha vaciado la vejiga, tiene que volver a casa lo tiene que hacer esquivando las miradas llenas de asco de la gente que se fija en su entrepierna. Lo peor viene al día siguiente. Tiene unas agujetas tremendas, con mucho dolor, como si le hubiesen apaleado en todo el cuerpo. Ni Julio ni la mayoría de los epilépticos son dados a comentar que hoy están molidos porque ayer tuvieron una crisis. Eso se lo callan.
Cuando experimentan una ausencia, no hay convulsiones, pero hay otros síntomas que puede observar si uno se fija un poco. A veces, se presencian movimientos automáticos de la mandíbula como si se estuviese masticando algo pequeño, los ojos están fijados en el infinito. Julio revela que cuando empieza la ausencia suele sentir un hormigueo en la parte derecha de la cara. En el trance, el epiléptico suele oír al interlocutor como en sordina o con ruido fuerte de olas o el viento sobre ellas. Poco a poco va metiéndose en una burbuja aislante. Se tiene que parar y apoyarse en una pared para no caerse. Es interesante ver cómo casi todos los epilépticos coinciden en la descripción de las alucinaciones auditivas. Julio dice que escucha la voz del interlocutor como si estuviese lejos, se alejase o como si hablase con un cojín apretado a la cara. Por el contrario, los ruidos ambientales los percibe con mucha más intensidad. Pareciese que el filtro que usa el cerebro para amortiguar los ruidos ambientales y escuchar al interlocutor está en OFF y surte el efecto contrario. Esto le impide entender lo que le dice su interlocutor cuando sufre uno una ausencia. A veces, tienen alucinaciones visuales. Algunos epilépticos hablan de espejos rotos con luces, bailes de figuras monstruosas con coreografías singulares etc. Julio cuenta que suele ver imágenes con fondo negro en el centro y destellos en los márgenes. En el momento que se pasa la crisis, el epiléptico no recuerda nada de la conversación que han mantenido. Como suele durar muy pocos segundos, los interlocutores no entienden por qué el epiléptico, de repente, no reacciona. Cuando sufre una ausencia, Julio puede percibir estímulos auditivos y visuales, pero es incapaz de reaccionar ante ellos. Las neuronas están disparando fuego a discreción y le impiden realizar actos voluntarios como mover los brazos, la cabeza o hablar. Él lo explica como si a causa de un cortocircuito, hay luz en toda la casa y los interruptores no funcionan. Julio y todos los demás epilépticos desean en lo más hondo de sus entrañas que nadie se haya percatado del trance e intentan retomar la conversación fingiendo que no han entendido algo. Sería mejor decir la verdad y pedir que se repita lo que se ha dicho. Pero la epilepsia conlleva tal estigma todavía hoy que siempre que se puede el epiléptico oculta las ausencias. Es difícil explicar a la persona sana que se está de cuerpo presente pero que el cerebro bloquea todo movimiento voluntario e impide reaccionar de manera normal. Además, ¿qué pasaría si alguien cuenta que tiene alucinaciones cada cierto tiempo? ¿O que acaba de tener una alucinación auditiva? La gente pensaría que puede estar bajo el efecto de las drogas o está loco perdido. Estos prejuicios injustificados y grotescos son los que contribuyen a que muchos epilépticos que sufren ataques a pesar de la medicación oculten su condición con toda suerte de fábulas. Y son precisamente esas ideas preconcebidas las que han ocasionado que la gente normal no sepa qué hacer ante un ataque epiléptico.
Existe constancia documental sobre las crisis epilépticas desde la época griega. Los griegos sí sabían cómo actuar ante una crisis: simplemente, dejar que pase. Sócrates, Aristóteles y Pitágoras son algunos de los sabios que la padecían. Pudiera uno creer con este elenco que se trata de una enfermedad profesional de los que deambulaban de un lado para otro todo el día reflexionando sobre la vida y la muerte como los filósofos. Nada más erróneo. Entre los epilépticos ilustres a lo largo de toda la historia, ha habido políticos, músicos, pintores y científicos célebres que sufrían de esta alteración de las funciones del cerebro. El gran pintor italiano Miguel Ángel, el holandés Vincent Van Gogh, los científicos Newton y Leonardo da Vinci, los matemáticos Pascal y Pitágoras y los jefes de estado Napoleón de Bonaparte y Lenin. No se sabe a ciencia cierta, si pudieron librarse del estigma en vida por sus conductas atípicas, pero vistos desde la perspectiva histórica fueron unos genios y visionarios, tal vez, por sus visiones ocasionadas por las fuertes descargas eléctricas. El vulgo creía que el epiléptico era poseído por el demonio y parte de este relato repetido durante siglos y susurrado a los oídos de gente que cree en fantasmas y duendes queda en el imaginario de la gente.
Los tratamientos
Si la epilepsia se trata con medicamentos y se logra que remitan las crisis, el epiléptico no está curado, pero sí disfruta de mejor calidad de vida. Se habla de curación, cuando el epiléptico puede dejar de tomar la medicación con ausencia de ataques. No ocurre casi nunca. Cuando las crisis se producen a pesar de la medicación porque el afectado tiene una epilepsia farmacorresistente, es cuando el enfermo y sus familias se plantean otras vías para lograr más calidad de vida. En el caso de Julio, estaba harto de caer malamente y romperse los dientes, sangrar por heridas con objetos punzantes, tener cicatrices por todo el cuerpo. Que los ataques fueran a más y no a menos cuando tenía 26 años con las secuelas que eso conllevaba. Estaba harto y no le importaba quedarse en la mesa del quirófano. Así se lo dijo al neurocirujano que después lo operaría. El especialista le explicó que tenía un tumor benigno que se podía operar. La operación fue en verano de 1998. Poco después de la intervención quirúrgica se redujeron drásticamente las crisis epilépticas. Pasó de tener de dos a tres crisis diarias a una al mes y, a día de hoy, dos anuales.
Antes de decidirse por esta opción, probó toda suerte de medicamentos y combinaciones de fármacos. Vaya por delante que los que sufren del mal de la epilepsia deben tomar medicación de por vida porque se considera que la epilepsia no se cura, a no ser que la causa sea algún tumor benigno que pueda extirparse y desaparezcan las crisis. Es fácil de entender que la ingesta de grandes cantidades de medicamentos tan agresivos tiene efectos secundarios nefastos. Cuando se le detectó la epilepsia a Julio más que ahora porque actualmente se dispone de fármacos que pueden actuar de forma local sin afectar a todas las funciones cerebrales. Es obvio que si los epilépticos no logran mitigar los ataques con la medicación que toman no les queda otro remedio que pasar por el periplo de probar otros fármacos. Julio probó muchos. Nada surtió efecto. Cada medicamento nuevo desataba efectos secundarios nuevos para él. Algunos medicamentos tenían efectos secundarios muy desagradables como el que se va a relatar a continuación. Los prospectos de los medicamentos neurolépticos advierten de que se pueden sufrir mareos cuando se toman esas pastillas. No obstante, no indican ni la frecuencia ni la intensidad de los mismos. Probablemente porque cada paciente es un mundo distinto y reacciona de forma diferente. En el caso de Julio eran simples vaivenes al ir caminando por la calle, es decir se tambaleaba cuando andaba. Como era consciente de ello, normalmente iba pegado a la pared o arrimado al mobiliario urbano o arrejuntado a algún conocido para evitar desplomarse. Otra de las consecuencias de la ingesta de esos medicamentos es la incapacidad transitoria de calcular las distancias. Es cuando uno intenta agarrar una taza o un vaso y falla al no dar con ellos y agarra al viento. No se debe confundir con la diplopía o visión doble. Los mareos no eran causados por el sentido del equilibrio porque eso conlleva sensaciones de vértigo que él no experimentaba. Lo peor no eran los mareos. Lo peor era la percepción que de ellos tiene el entorno de quien los padece, los familiares, amigos y desconocidos. Resulta extraño para quien lo observa que una persona joven aparentemente sana se tambalee por las calles. En lugar de preguntar al afectado por qué se tambalea o por qué no puede calcular la distancia para agarrar un objeto, la gente prefiere fabricarse su relato en base a otras informaciones o bulos de los que puede disponer. Lo que peor llevaba Julio eran esas miradas de la gente entre atónitos, incrédulos, burlones o llenos de pena o desprecio. Eran miradas que le juzgaban.
En todo este Via Crucis también se negó a tomar determinados fármacos porque no le sentaban bien. En algún momento su neurólogo le informó que tenía la posibilidad de probar un fármaco que era legal y estaba en periodo de prueba y le pareció buena idea, pero resultó ser un fracaso. Este medicamento le ocasionó a Julio bajadas de tensión pronunciadas. Se sentía mal. El neurólogo lo atendía una vez al año incluso en el periodo en el que tomaba un medicamento en periodo de prueba. Y además parecía que este médico confiase más en el medicamento nuevo antes que en el relato que le hacía Julio. Julio le amenazó que o le daba otro medicamento o se iba a otro médico. Lo que el neurólogo hacía era probar con él para anotar fallos y aciertos para más tarde pasárselo a toda la comunidad de neurólogos, neurofisiólogos y neurocirujanos. Eso no era ético.
Uno de los efectos secundarios fatídicos de la medicación antiepiléptica es que dificulta el aprendizaje. En especial los fármacos que se administran a todos aquellos pacientes de epilepsia cuya causa no esté localizada en el cerebro en un área concreta. Son fármacos que reducen la actividad cerebral en su conjunto y, en consecuencia, ralentizan la actividad en todo el cuerpo. Cuando se toman neurolépticos de forma habitual es difícil aprender contenidos y retenerlos. Y mucho más cuando el epiléptico toma un cóctel de estas sustancias por las crisis que van en aumento. El epiléptico lo tiene difícil en tiempos en los que las sociedades se definen como sociedades del conocimiento.
Los ataques no remitían y cuando se dan dos o tres ataques al día, el paciente suele estar exhausto. No es un cansancio normal sino agotamiento crónico. Por todas estas vicisitudes, Julio se planteó pedir una ayuda por discapacidad a la edad de 24 años. Cuando acudió a la cita del IMSERSO, el médico asignado para esos menesteres no le creyó que tenía de dos a tres ataques diarios. El facultativo escribió un informe ignorando casi por completo el relato de Julio y la solicitud fue denegada. Este médico pensó que Julio hizo esa petición para tener paga sin tener que ir a trabajar. Este facultativo no le informó de la posibilidad de una intervención quirúrgica. Es decir, Julio sufrió cientos de ataques al año durante 26 años. Es absolutamente frustrante que un médico no le crea a uno que tiene una epilepsia farmacorresistente que le hace imposible llevar una vida normal.
¿Qué limitaciones tiene un epiléptico en el mundo laboral?
Como las grandes crisis conllevan la pérdida de la consciencia y las pequeñas una percepción distorsionada de la realidad, hay determinadas actividades que los epilépticos no deben hacer: conducir vehículos (tampoco bicicletas) o nadar. Por tanto, no pueden ejercer profesiones como las de piloto, chófer de trenes o autobuses, capitán de barco, cirujano etc. Si uno puede ser carnicero o cocinero dependerá de las crisis que uno tenga. En el caso de que un epiléptico al volante ocasione un accidente con resultado de muerte, se le condenaría por homicidio al epiléptico. Por tanto, los que tengan carnet de conducir deben entregarlo a las autoridades y los demás no pueden ni sacarse el carnet de conducir. Hoy día, muchos empleos requieren carnet de conducir. En consecuencia, los epilépticos son descartados automáticamente para esos trabajos. Además de no poder optar a esos empleos, a Julio le ha pasado muchas veces que ha perdido su trabajo por alguna crisis nerviosa que sufrió. Tuvo un empleo de friegaplatos en un restaurante en Tenerife hace algunos años. El empresario lo despidió por una crisis que tuvo mientras trabajaba en la cocina. Estando tumbado en el suelo convulsionándose, a su jefa no se le ocurrió mejor cosa que echarle un cubo de agua fría a la cabeza. Le regañó diciéndole que no se imaginaba el miedo que había pasado. Acto seguido le dijo “mañana no vengas”. Por poco le causa un ahogamiento. A Dios gracias la epiglotis mantenía abierto el esófago en ese preciso instante. Cuando ocurre eso, Julio vuelve a estar desempleado. Lo peor es ir a la Oficina de Empleo y reiterar que es epiléptico. La respuesta más frecuente suele ser: “en ese caso, ya te llamaremos”. Él tiene claro que nadie lo llamará. También ocurre cuando, en un acto de sinceridad, suele desvelar en la primera entrevista de trabajo que es epiléptico. Conoce otros casos de epilépticos que lograron trabajar un año en algún sitio. Cuando tuvieron una crisis fueron despedidos. Preguntado el jefe de si lo habría empleado si hubiese sabido que el empleado era epiléptico le contestó “ni de coña”. Es casi imposible hacer vida normal con esta dolencia. Y por vida normal se entiende que el epiléptico pueda trabajar, ganar un sueldo y gastar ese sueldo como le plazca. En la actualidad, Julio está buscando trabajo. Por motivos de edad y por su dolencia, encontrar trabajo es como encontrar una aguja en un pajar. Parece que todo dependiera de su voluntad, se lamenta Julio. Su dolencia le acompaña las 24 horas del día, algo que no entienden los empresarios. Hizo cursillos de oficina de empleo: uno de ordenadores y de redes. No puede ir trabajar en eso que aprendió por no disponer de carnet de conducir.
Irse de vacaciones es un lujo que pocos epilépticos se pueden permitir. Ni hablar de formar familia o tener una relación de pareja normal. Si por normal se entiende una relación afectiva estable y duradera. Las actitudes negativas de las personas que se mueven en su entorno sí pueden llegar a incomodarle por su falta de empatía hacia su condición de epiléptico.
¿Cómo se lleva la vida social, familiar y amorosa?
Padecer epilepsia supone una carga añadida para la familia y las amistades. La ingesta de medicamentos y la misma disfunción cerebral hacen del epiléptico una persona con una conducta que se puede definir como fuera de lo habitual. Además de las crisis, padece de los efectos secundarios de los medicamentos. Si bien el epiléptico es capaz de describir lo que siente en esas circunstancias, a la familia, a los amigos y, el especial, a los desconocidos les resulta muy difícil entenderlo en sus consecuencias últimas. Contarles que ayer tuvo un ataque de los grandes y que hoy está cansado por las agujetas resulta inverosímil si el epiléptico no tiene cojera, ni un ojo morado ni un brazo roto al día siguiente. Decirles que tiene presión en el cráneo y un dolor sórdido no es comprensible para el que nunca lo ha experimentado. Cuando las familias tienen niños o jóvenes con esa dolencia, es casi imposible que se puedan ir de vacaciones sin extremar las precauciones de antemano. Es cuando los jóvenes tienen cierta edad, cuando los padres pueden dejarlos solos en casa. En el caso de Julio eso no ocurrió hasta pasados los 20 años. Si un epiléptico osa decir a su familia que la situación de su salud puede ir a peor, normalmente suelen tornar en ira. “Como si fuese poco lo que nos está tocando soportar” es lo que insinúan los familiares. Olvidan que la ingesta de neurolépticos durante décadas puede ocasionar una cirrosis severa además de otras enfermedades. Y luego están los conocidos que saben de gente con epilepsia y que viven de maravilla porque toman unas píldoras mágicas y tienen un médico que es un Dios. A Julio le molesta mucho ese tipo de actitud. Tal vez no lo sepan, que hay decenas de epilepsias diferentes y otros tantos tratamientos. Lo que a uno le funciona, a otro no le hace efecto alguno o, incluso, le perjudica. Julio lo interpreta como si la gente le reprochase que no haga lo suficiente para cambiar su situación actual.
En lo que respecta al capítulo de tiempo de ocio, salir con los amigos es una carrera de obstáculos. Y no lo es porque los epilépticos no deben probar el alcohol sino porque bajo el efecto de los fármacos, los epilépticos van acompañados de los efectos secundarios las 24 horas del día. Además, deben guardar reposo riguroso. Es decir que no pueden trasnochar. Los que padecen ese mal deben dormir por lo menos 8 horas todos los días manteniendo una rutina sagrada. Y, en ocasiones, las cefáleas impiden conciliar el sueño. Julio se acuerda que en la etapa de la adolescencia probó drogas. Ya ha dejado todas menos el tabaco. El cannabis le ayudaba a dormir. La falta de sueño rebaja el umbral en el que se pueden desencadenar crisis epilépticas. Por razones prácticas, la vida social es casi imposible. Y ya no digamos tener pareja. Julio revela que no quiere decirle a una potencial pareja que es posible que tenga una crisis y que ella deberá atenderlo cuando eso ocurra. Que ella tenga una doble carga por apostar por esa relación. Tiene la suerte de haber vivido en pareja varias veces. Una relación le duró 3,5 años. Pero la enfermedad lastra toda la relación. A las chicas se les hace muy cuesta arriba. Y no precisamente por las secuelas físicas como el agotamiento, sino por las lagunas en los recuerdos. La relación de pareja tiene un componente de intimidad y vivencias compartidas que alimentan el día a día de la misma. El relato compartido y la risa son ingredientes esenciales. Los epilépticos tienen amnesia porque no recuerdan las vicisitudes de las crisis. Pero también olvidan innumerables episodios de su vida sin que haya mediado un ataque. Es, en buena medida, un efecto secundario de la medicación. La complicidad del relato compartido inexistente a tramos es lo que más echan en falta las parejas. Se acuerda de lo que le contó una amiga hace algún tiempo. Al parecer, pararon en un bar a comer un pintxo. Algún tiempo después fueron a tomar unos vinos al mismo lugar. ¿Te acuerdas cuando vinimos aquí cuando tomamos un pintxo?, le preguntó. No se acordaba. Los amigos se lo relataban desde diferentes ángulos y él no se acordaba. Se miraron como extraños. Se empezaron a preocupar mutuamente. ¿Tú por qué no lo recuerdas?, le preguntó un conocido. Una vez puede resultar cómico, pero en la vida diaria es frustrante, apostilla Julio. Es como si te cortasen las manos y los pies y a los cinco minutos te salen pies y manos y vuelves a andar. Los demás no te esperan y tú los ves en el horizonte, ya van más lejos. “¿Te acuerdas de esta persona?”, le pregunta una amiga. Me la tienen que volver a presentar, añade. No se acuerda de los nombres. Se acuerda más de las caras. ¿Por qué? Por la cantidad de veces que se usan los mismos nombres, Carmen o Antonio, para referirse a personas distintas, cree Julio. También se le olvidan los nombres extraños. Pero la cara le resulta lo más singular. Tiene un rasgo distintivo que recuerda. Una tesitura impensable para un trabajo de cara al público. ¡Lo que más duele es que no le crean en casa! “Se supone que son los más allegadas y te quieren”, se lamenta. Pero son los que más le reprochan que no se acuerde. “¿Cómo no te puedes acordar si fuimos la semana pasada?”, le recriminan. Cuando le recuerdan vivencias compartidas, le resultan como un relato nuevo. Intenta no enfurecerse ante esta falta de empatía porque sabe que los sentimientos de ira y rabia fomentan las crisis epilépticas. Lo asume con campechanía cuando el reproche viene del entorno familiar.
Con este bagaje, resulta difícil mantener relaciones de pareja estables. La gente no lo sabe, pero es un verdadero estigma. “Si la pareja no sabe lo que conlleva, no quiero comprometerme a vivir con alguien y anunciarle que va a tener que atenderme”, relata. Se les acumulan las responsabilidades a las parejas. No se le puede complicar la vida a una persona sana por el hecho de querer una persona con disfunción eléctrica en el cerebro, asegura. Y Julio afirma que ha tenido parejas que le han querido con locura. Pero esa dolencia roe hasta los vínculos más firmes. La vida en pareja encierra un componente sexual y cada pareja le otorga una relevancia desigual. La cuestión es saber si siendo pareja de un hombre epiléptico se puede disfrutar de una vida sexual plena. Según cuenta Julio, las relaciones sexuales pueden verse afectadas por las crisis o las ausencias. Dependiendo de la importancia que tenga este aspecto de la vida en la pareja, las alteraciones ocasionadas por las ausencias afectan en mayor o menor medida el buen funcionamiento de esta faceta. La vida sexual del epiléptico no es el centro de atención de las terapias médicas anticonvulsivas, sino un aspecto secundario. De hecho, Julio jamás habló de esto con su médico con cierta profundidad. El médico se lo preguntó una sola vez para quedar bien en 30 años. “¿Y de relaciones, bien?” Con una pregunta así, no apetece responder, alega. Cuando una ausencia sorprende al epiléptico en pleno acto sexual, ¿qué es lo que ocurre? A Julio le ocurrió dos veces. Afirma que la ausencia le bloqueó, perdiendo fuelle lo que originó la flacidez subsiguiente. Fue después de eso que constató la pérdida fugaz de libido. Y no recuerda si se percató de la ausencia antes o después de la flacidez. Es cuestión de pocos segundos. Relata que la flacidez ocasional que padece todo hombre se diferencia de esta porque la primera puede darse aunque la libido permanezca intacta. Es fundamental entender el rol de la libido en cada cual. De hecho, afirma que las experiencias sensoriales táctiles son las más estimulantes para él y las que le ayudan a mantener la libido en forma. Y, lo crucial es que él no percibe las actividades táctiles como excitantes si sufre una ausencia. Además, las fantasías eróticas afectan a la libido pero afirma que las ausencias le impiden dar rienda suelta a su imaginación. Resumiendo, las descargas eléctricas que ocurren cuando hay ausencias, le impiden mantener el nivel de libido necesario para culminar el acto sexual con plena satisfacción. Los estímulos visuales o la voz de la pareja no son determinantes en su caso concreto. Por tanto, según su relato una ausencia provoca la pérdida de libido por pérdida del control de las actividades cerebrales y el resto es su consecuencia lógica. Según Julio sus ausencias pueden durar de 15 segundos a un minuto y medio. Toda una eternidad tratándose de las prácticas de coito. Él cuenta que le ha pasado dos veces y no ha tenido ninguna repercusión en su relación afectiva porque la sinceridad ocupa el primer puesto en las prioridades de Julio. En ambos casos, su pareja fue informada del trance inmediatamente después para que pudiera entender su reacción. Nunca ha sufrido ausencias practicando la masturbación. El complejo de la sexualidad de los epilépticos es, probablemente, uno de los más desconocidos en el ámbito médico. No estaría de más que los médicos empezasen a recabar datos sobre esta faceta del epiléptico porque hoy día se sabe que una vida sexual plena contribuye al bienestar de las personas clasificadas como sanas. La hormona de la felicidad, la oxitocina, hace milagros porque según insinuó la hoy ministra de Defensa de Alemania hace unos diez años las personas que se perciben felices enferman menos. Es muy positivo para la especie humana y también para las arcas públicas al disminuir sus costes. Y, en la actualidad, poco se sabe sobre la sexualidad de los que padecen epilepsia. Sería bueno plantearse si también es beneficiosa para ellos o, por contra, comporta riesgos que habría que evaluar.
En cuanto a las amistades, tiene un círculo de amigos muy bien definido con un concepto de la amistad bastante marcado. Diferencia entre colegas, conocidos, amigos y compañeros de andanzas. Es un círculo de amigos muy reducido. Son los amigos que se han preocupado por él y aceptan su dolencia. Ha acabado rodeado de los más fieles. En 40 años ha avanzado lo suficiente como para afirmar que la epilepsia no es una enfermedad de endemoniados, concluye Julio. Y eso lo saben sus amigos. Si no fuese por ellos, su vida sería un infierno por ser condenado a la soledad más lúgubre todos los días por aquellos que lo observan pero no ven un ser humano en él.
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