Catalina de Erauso.- Se dice que quien pierde en las guerras es la verdad. Añadiría que los únicos que ganan las guerras son los fabricantes de armas, industrias colaterales y los mamporreros de todos ellos.
Las vicisitudes de las guerras han inspirado a novelistas, cómicos y periodistas varios. Los relatos sobre ellas emanan tintes trágicos y, a veces, hasta cómicos. Por tanto, no me detendré a comentarlos porque la peor parte de los horrores empieza cuando concluye una contienda y se desata la batalla por hacerse con el relato. Los ganadores también quieren hacerse con la verdad que repetirán los libros de historia, su verdad que intentarán blindar para la posteridad. Porque, no nos engañemos, el monopolio del relato no es sino un apéndice del negocio de la guerra que, poquito a poco, desencadenará la siguiente escaramuza para que los que se dedican al negocio de las desgracias mantengan sus intereses comerciales con una salud de hierro. Es lo que pasa con el relato de los bombardeos de Gernika 80 años después. Para ir directos al grano, se debate todavía el número de muertos del bombardeo, si Franco ordenó o tenía conocimiento del ataque con anterioridad al 26.4.1937, si solo se quería destruir un puente y muchos detalles más. Hay algunos datos en los que coinciden todos los relatos a día de hoy. El bombardeo lo llevó a cabo la Legión Cóndor capitaneada por Wolfram von Richthofen y sus pilotos dejaron caer 30 toneladas de bombas. Resulta evidente que cuando ocurre un hecho traumático no se sabe al principio qué ha ocurrido exactamente ni por qué. Es el caso de los accidentes en los que nadie tuvo intención de ocasionar una desgracia. Ahora bien, un bombardeo en un país extranjero y con decenas de toneladas de bombas no es fruto de la casualidad. Requiere cierta planificación. Y aquellos que conocen los pormenores del ataque tienden a callar bien por remordimientos o para ocultar los obsequios con los que fueron premiados. Su silencio desata la fantasía de relatores, incrédulos y, como no, de los manipuladores que redactan historias en lugar de escribir los anales de la historia. Pocas horas después del bombardeo de Gernika, Franco acusó al entonces lehendakari Aguirre de haber protagonizado el bombardeo para poder culpar a los nacionales del ataque y así animar a muchos vascos a luchar en una guerra que ya se daba por perdida. La diplomacia alemana negó la autoría de los hechos en un principio. Mientras se intentaba averiguar qué había pasado, unos enterraban a sus muertos y otros cuidaban de los heridos. Después de todo aquel embrollo, todo atisbo de conducta republicana o nacionalista empezaba a ser castigado con virulencia en Gernika y entorno por los uniformados franquistas desbordantes de prepotencia.
La guerra por el relato no empieza recién acabada la contienda, sino mucho antes de que empiece la misma. Los falsos informadores empiezan a resaltar determinados acontecimientos que irán repitiendo mientras dure el conflicto que después colocarán con tino para explicar su desenlace. Un relato mil veces repetido entra en el imaginario de la ciudadanía sin prisa pero sin pausa porque los medios de desinformación se encargan de ello. Cuando ocurre un evento de esta índole la maquinaria de fango empieza a bombardear a la población con análisis falsos sobre un puñado de datos ciertos que desencadenan decisiones en la ciudadanía de las que más tarde se arrepentirán. ¡Si hubiese yo sabido eso, no habría hecho tal cosa!, balbucean desconsolados. Unos se ponen de un bando y los otros de otro. Pero ojo, unos y otros lo hacen porque solo conocen parte de la historia, relato que les han venido contando aquellos que perseguían determinados intereses y no precisamente los intereses de la ciudadanía. Y cada bando dispone de datos distintos y acusa al otro de mentir para adentrarse aún más en su trinchera ideológica. Por ejemplo, aún a día de hoy se discute si el ataque a Gernika fue organizado con especial saña porque era día de mercado en la pequeña villa vizcaína. ¿Por qué es este dato importante? Gernika era y es un pequeño pueblo cercano a Bilbao al que acudían los agricultores de su entorno a vender sus productos. Sobre este dato hacen hincapié algunos «historiadores» como el Sr. Juan E. Pflüger, tertuliano a menudo invitado por Intereconomía, sobre el puente que era objetivo militar y sobre una fábrica de munición y otra de percutores para fusiles que había en la época. Tenía Gernika acantonada una parte de ejército Triple componente militar y estratégica. El puente no estaba fuera de la villa, sino era colindante a la misma. No hubo bombas nuevas según Pflüger. ¿Y si resulta ser que esas fábricas eran menores o hasta irrelevantes para el devenir de la contienda? ¿Por qué incide el Sr. Pflüger sobre el dato de la novedad de las bombas que cayeron en la villa y no sobre el hecho de que eran incendiarias? ¿Por qué se dice en Intereconomía que Gernika ardió y Pflüger casi echa la culpa a los bomberos de Bilbao que tardaron tres horas en llegar para un recorrido de una hora? ¿Acaso podrían haber sofocado el incendio de las bombas de fósforo con agua? Claro que no. Solo la arena podía parar el fuego y los bomberos no la tenían. Además, la temperatura que alcanza una bomba de fósforo en los primeros minutos después de la detonación ronda los 2.000° C. Si los alemanes iban a destruir el puente de piedra, ¿por qué cargaron bombas incendiarias? Solo se me ocurre una razón: querían destrozar Gernika con un incendio y desplazar a toda su población como si de una limpieza étnica se tratase. Aunque, al parecer, no murieran tantas personas como se indicó en un principio, lo cierto es que el 80 % de los edificios desapareció y sus habitantes se quedaron sin techo. Quizás fuese esto último lo que se pretendía con aquellos bombardeos. Arrasar las viviendas de la población a la que se quiere hostigar es un método tan viejo como la humanidad misma. Lo crucial es cómo y a qué velocidad se consigue. Un historiador alemán, Ingo Niebel, hace un repaso en el diarioGaraal episodio sobre el cual ha desaparecido la práctica totalidad de la documentación en los archivos históricos alemanes. Roman Herzog mandó pedir perdón en 1997 al pueblo de Gernika en las postrimerías de una iniciativa contra el olvido liderada por Constanze Lindemann y firmada por el Nobel de literatura Günter Grass. En 2017, dos décadas más tarde, se lo ha pedido el lehendakari Urkullu al gobierno de Rajoy. Ni mu. En el 80 aniversario del bombardeo de Gernika en 2007 se acercó a la villa una amplia delegación alemana y hasta supervivientes del bombardeo de Hiroshima. Los máximos representantes de España estaban ausentes. Quizás sea porque una semana antes España retiró una placa de hormigón que presidía la tumba de siete de los soldados de la Legión Cóndor en Madrid a los que se les honraba mediante tal epitafio cincelado en piedra. Y no fue retirada para cumplir la ley de Memoria Histórica, sino porque el Gobierno alemán, por medio de la Embajada de Alemania, así lo solicitó. Sentían vergüenza ajena. Y mira que la Ley de Memoria Histórica ya ha cumplido 10 años, pero las instituciones gobernadas por el PP siempre buscan una excusa para no aplicarla.
Esta ley del 28.12.2007 reconoce en su artículo 2 el carácter injusto de condenas y sanciones producidas por razones políticas o por cuestiones de índole lingüística. Tanto en uno como en otro caso, los agraviados tienen derecho al reconocimiento moral de tal injusticia. Esta se debe pedir al Ministerio de Justicia aportando toda la documentación de la que se disponga. Si bien la ley es muy concreta a la hora de reparar condenas producidas por pertenencia a partido político, no hay nada estipulado más allá de la reparación moral cuando se trata de agravios lingüísticos. ¿Pero qué entendemos por agravio lingüístico? La palabra agravio aparece dos veces en el Código Penal y no precisamente para referirse a este supuesto. Si consultamos en el DRAE nos encontramos que se trata de «ofensa a la fama o al honor de alguien» o «perjuicio que se hace a alguien en sus derechos e intereses». Pero el relato que nos repiten es otro.
La ofensa o perjuicio por motivos lingüísticos parece ser difícilmente traducible a una cantidad de dinero cuando se redacta una ley. Albergando el término tanta vaguedad y conociendo los relatos de los abuelos de nuestros pueblos, he indagado en los cajones oscuros de la historia. Si bien es conocido que el euskera no estaba prohibido por ley nacional en la época de Franco, sí que las prohibiciones y agravios perpetrados por organismos locales o provinciales eran conocidos en la administración central de Madrid y estaban, cómo no, cuando menos tolerados. Así, una orden de 1942 del gobernador de Vizcaya obligó a retirar los nombres en euskera de las lápidas de los cementerios. El gobernador de Guipúzcoa publicó una nota titulada «Ya está bien de hablar en dialecto». No nos extrañe pues que las multas por hablar euskera en vía pública fueran astronómicas como le ocurrió a Guillermo Garmendia, al que le hicieron pagar 100 pesetas de multa por hablar euskera en el tranvía en 1938. Sería más de un tercio de su sueldo. Pero el odio a lo vasco venía de lejos y lo practicaban aquellos que tenían poder institucional incluso contra curas que predicaban en la única lengua que conocían sus feligreses. «Habiéndome enterado de que en la función celebrada en la basílica de Loyola leyó en público las preces o jaculatorias en vascuence, y teniendo dispuesto por esta comandancia que todos los rezos y oraciones y sermones sean en castellano, he tenido por conveniente imponerle una multa de 500 pesetas» escribió un uniformado con pocas estrellas y menos luces del cuartel de Azpeitia. El relato oficial dice que nada de eso ocurrió y si pasó fueron casos puntuales sin importancia alguna.
Si aplicásemos una lectura estricta del actual Código Penal en su artículo 510 a tales actuaciones del pasado, todo lo anterior sería delito de odio, aunque la figura jurídica de agraviado por motivos lingüísticos no está explícitamente regulada. Sí lo está la pertenencia a un grupo que puede, en teoría, abarcar un grupo lingüístico. Pero no nos engañemos, recientemente, en 2012, la RFEF había previsto sanciones para los jugadores de fútbol que se dirigiesen en euskera o catalán a los árbitros para evitar insultos en esas lenguas, decían ellos. Pero lo peor de todo es que también les fue vetado hablar entre sí en euskera a los jugadores. Esto sí es de traca en el siglo XXI. Además es digna de mención la multa de 4.600 euros al conductor de Álava en 2010 por hacer anotaciones en euskera en su tacógrafo. O sea, a pesar de que la Carta Magna recoge el derecho a usar lenguas autóctonas, el Código Penal no impone sanción concreta para los que cercenan derechos lingüísticos de minorías. Este limbo jurídico es el caldo de cultivo que aprovechan agitadores y manipuladores natos y políticos del PP, Ciudadanos o PSOE para insinuar que el empleo de determinadas lenguas está vinculado a determinadas ideologías, a la banda terrorista ETA o a ideologías totalitarias. El relato a día de hoy es criminalizador de determinadas corrientes de pensamiento.
Son ellos los que preparan el caldo de cultivo del siguiente conflicto en el cual ellos y sus compinches obtendrán pingües beneficios. Luchar por el relato es puro marketing para lograr cotas de mercado de determinados productos. No hay más que ver la venta de armas del Sr. Trump en su primer viaje a Arabia Saudí, a cuyos dignatarios ha invitado a unirse a la guerra contra el terrorismo. Sin despeinarse, ha añadido que la paz es posible en Oriente Medio. ¿Con armas por valor de 400.000 millones de dólares? ¿Dónde quedan Yemen y Guantánamo? En el limbo porque, a día de hoy, solo están disponibles los relatos de los vencedores.
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