Catalina de Erauso.- Enriquecerse ilícitamente expoliando fondos públicos o malgastar el patrimonio de todos son conductas delictivas recogidas en los ordenamientos jurídicos de los países miembros de la OSCE. Lo que suele variar de un país a otro es el entramado legal concreto para combatirlo y también la respuesta judicial que se le da a casos concretos de corrupción. Hoy nos centraremos en el caso de España.
En teoría, para poder luchar contra la corrupción con las armas del estado de derecho es imprescindible el flujo de informaciones y datos entre dos puntos: cuna corrupta y juzgado. En la práctica, quienes tienen acceso a los datos sobre el presunto ilícito penal son los funcionarios que administran las arcas públicas y los mecanismos para que esas informaciones lleguen a instancias judiciales para que éstas últimas actúen conforme a derecho son inexistentes, insuficientes o ineficaces. Ese es el meollo de la cuestión de la corrupción sistémica, mal endémico de España. Si bien el funcionario tiene la obligación de hacer saber al juez de delitos contra la Administración Pública de los que ha sido testigo, es casi imposible que lo haga. Lo que falla son los mecanismos para llevarlo a cabo. No existe un cauce legal que salvaguarde el anonimato del testigo. Quien denuncia, lo hace por cuenta y riesgo propio. Una vez descubierta su identidad por la incoación de proceso judicial, el denunciante se ve sometido a acoso en su entorno laboral terminando aislado en su trabajo o, en el peor de los casos, despedido. No son pocos los casos en los que el denunciante es víctima hostigamiento en su vida privada, llegando a recibir amenazas de muerte con el único fin de intimidarlo. El corrupto actúa para que abandone la lucha. Si, en el mejor de los casos, se juzga el asunto denunciado, el denunciante corre el peligro de que toda su lucha haya sido en vano, bien por ser la sentencia tibia o bien porque no se pueda condenar al corruptor o corrupto. Los argumentos judiciales más frecuentes suelen ser la prescripción del delito o la falta de pruebas. Los escenarios de escarnio público o desprecio en el primer caso y el de querellas por infamias o injurias en el segundo son el día a día de los pocos funcionarios valientes para los cuales el cumplimiento del deber prima más que mantener el puesto de trabajo. El dinero público se lo queda el corrupto y su red clientelar. Atado y bien atado en sede judicial. Algunos denunciantes valientes son ya conocidos por la ciudadanía como es el caso de los empleados que destaparon la trama Gurtel, irregularidades en UGT o corrupción en el ejército español. Seguro que el lector sabe poner nombre a esos denunciantes. Y son conocidos porque han ganado muchas batallas a los que vacían las arcas públicas sin pudor pero han terminado arruinados. No obstante, la triste realidad es que la mayoría de los valientes sucumbe a la presión ejercida por el entramado corrupto. Son muchos los que tienen problemas psicológicos graves o trastornos psiquiátricos crónicos a los que tienen que hacer frente solos. Esa es la biografía del denunciante en España. Mientras tanto, los corruptos asentados en las instituciones públicas expolian sin miedo sabedores de la impunidad que les garantizan los togados afines y el silencio cómplice de la prensa amiga que también participa en las maniobras de derribo de los denunciantes.
La magnitud de los perjuicios ocasionados a las arcas públicas es tal, que el Estado de Bienestar está siendo desmantelado sin pausa y ha sumido a muchos ciudadanos en la más absoluta pobreza. Otros, los más jóvenes, han optado por emigrar y deambulan por el mundo. Se calcula que son dos millones de españoles. Y no nos engañemos, los españoles que emigran lo hacen porque perciben que el Estado de Derecho no es más que una quimera. Sólo los que consideran que han sido víctimas de una injusticia y tienen el suficiente dinero y tiempo pueden recurrir a instancias europeas para que se haga justicia muchos años después.
Es contraproducente para la convivencia pacífica que no se pueda lograr la reparación de injusticias en el marco legal de un país cuyos gobernantes lo apellidan Estado de Derecho y se tenga que recurrir a instancias europeas. España tiene protocolos de actuación para luchar contra la corrupción pero incumple su legislación todos los días. Sólo se siente obligada a cumplirla cuando instancias europeas la sancionan. Y esto ocasiona una doble sangría al ciudadano porque la sanción suele ser también monetaria. Las multas las pagan los contribuyentes honrados, no los culpables de esa injusticia ni aquellos que torean la ley para no pagar impuestos.
A nivel mundial, dos millones de inmigrantes no representan peligro alguno para la seguridad de los estados. El problema es que, a día de hoy, hay movimientos migratorios de grandes dimensiones por conflictos bélicos en Oriente Medio y África, por motivos medioambientales en China, por narcotráfico enquistado en Latinoamérica y la corrupción galopante, entre otros, en países del primer mundo como España y Grecia. Los movimientos migratorios de pequeña escala son hasta saludables. Se convierten en un peligro para la seguridad de los estados cuando alcanzan dimensiones que están fuera del control de cualquier estado comprometido con el bienestar de sus ciudadanos. Frenar los movimientos migratorios de grandes dimensiones sólo será posible acometerlo en el marco la OSCE si ésta obliga a los países miembros a cumplir unos protocolos de actuación contra el expolio practicado por familias y clanes de personas que sólo buscan su enriquecimiento personal. Para lograr este objetivo, la protección jurídica del denunciante es la pieza clave. Permítannos recordarles que el hambre y la pobreza extrema fueron la madre de todas las revoluciones. Llegado ese momento, ni aquellos que se han enriquecido del desmantelamiento del Estado de Bienestar estarán seguros en sus murallas. Es hora de que la OSCE y el Consejo de Europa actúen con contundencia contra estados bananeros disfrazados de demócratas de toda la vida y no multando al ciudadano sino obligando a devolver lo expoliado a los falsos representantes de la ciudadanía.
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