Iñaki Egaña.- Las alianzas coyunturales y estratégicas, la fase del proceso revolucionario, la impaciencia en la consecución de objetivos, los atajos en la acumulación de fuerzas y las veleidades insurreccionales han sido elementos intrínsecos y susceptibles de disidencias en los procesos generados e impulsados por las izquierdas soberanistas. Ejemplos en casa, en la lejanía y en la cercanía son notorios.
Hace no muchos años, entre nosotros, los proyectos de liberación nacional y social contaban con soportes dispares, no antagónicos probablemente, pero si bien diferenciados. Para la retina actual quedan los dos grandes bloques, el reformista plasmado en Euskadiko Ezkerra, y el rupturista, Herri Batasuna.
Sin embargo, aquellas siglas, que escondían trayectorias anteriores identificadas, grosso modo, con las tendencias entre polimilis y milis, dentro de la que había sido la organización que condensó durante la última parte del franquismo el sentimiento de lucha, de emancipación, no eran las únicas.
La izquierda abertzale y la izquierda revolucionaria vasca nunca han tenido una única sintonía, un eco uniforme. Un núcleo más o menos articulado, más o menos cohesionado, con un aval histórico y humano ha ejercido de columna vertebral. El eje troncal. El nervio. Pero siempre con disidencias. En general y desde la distancia, leves.
Herri Batasuna, formada por cuatro partidos políticos en sus inicios, conoció, por ejemplo, cómo dos de ellos probaban fortuna por separado previamente, ANV y ESB, en 1977. El cuarto, LAIA, se escindió en dos corrientes, una de las cuales fue embrión del movimiento autónomo. El tercero, HASI, también sufrió la ruptura interna. Convivieron, sin embargo, quienes apostaron por el preautonómico con quienes no lo hicieron. Un logro de Herri Batasuna.
En la década de 1980, hace bien poco como quien dice, hasta cinco grupos armados vascos gestionaban la vanguardia revolucionaria del país. Cada uno de ellos con su propia táctica y estrategia, medios y modelos internacionales. Cinco que coincidieron en el tiempo, algo que 30 años después puede resultar sorprendente: ETAm, ETApm (VIII), Ik, Iraultza y CAA. A ellos podríamos sumar los militantes vascos del GRAPO, que aunque no tenían un proyecto específico para Euskal Herria, utilizaban también la violencia como herramienta.
Las diferencias entre estos grupos que practicaban la violencia como método político fueron, en algunos momentos, abismales. Encontradas. No tanto por los matices de su proyecto estratégico, todos apostando por una sociedad sin clases y una Euskal Herria soberana, sino por los recovecos tácticos para alcanzar dichos objetivos. Hubo pasajes de nuestra historia reciente donde las marcas de las diferencias y disidencias alcanzaron una temperatura bien elevada.
Pero el tiempo deja poso. Aplaca. De aquellos momentos de tensión, las marcas de reafirmación fueron, vistas desde la perspectiva, irrelevantes. Lenin hablaba de la enfermedad infantil del izquierdismo, letal a la hora de marcar prioridades y provocar la división de la clase obrera. Aquel espejo sirve para nuestro caso. Quizás pueda parecer una frivolidad este apellido de «irrelevante» para los protagonistas de momentos enconados, centrales para algunos de la vida política vasca, en especial de la de la izquierda revolucionaria. Pero así fue.
Sin una política de alianzas, sin marcar las fases de un proceso revolucionario, sin sugerir siquiera los cimientos de una Euskal Herria independiente y socialista, hacer de la demagogia un camino ideológico es lo más sencillo del mundo. Decenas, cientos, miles de proyectos políticos compiten en el planeta desde posiciones abiertamente revolucionarias. Pragmatismo, hoja de ruta y, sobre todo, praxis marcan las diferencias. Y decenas, cientos, miles adolecen de ello. Son, en su esencia, humo.
Hoy, la madre del cordero no se halla tanto en señalar los aciertos de un proceso y de un proyecto político, así como sus debilidades, sino en atinar en el enganche, en aunar voluntades en la consecución de un objetivo integral. A través tanto de una conjunción de políticas particulares que confluyan en una universal, como por medio de un compromiso compartido por revertir el orden y el sistema que nos oprime.
El resto, son brindis al sol. Experiencias de satisfacción personal, narcisismos no detectados. Mentiras, despechos por frustraciones, frustraciones por despechos. La Europa del siglo XX y XXI conoce demasiadas crónicas de este tipo, mancilladas por un instante, por una época. La falta de credibilidad, de compromiso hace el resto. Porque no somos ni debemos ser como ellos, como los que combatimos. En esa franja encontrarán el fracaso en Europa de la socialdemocracia, del eurocomunismo, del comunismo soviético.
La sociedad colmada del siglo XXI, la invisibilidad institucional, el anonimato de las redes y la parcelación temporal del compromiso revolucionario son cuestiones que contaminan cualquier proceso. Sugieren convertir en fortaleza algo que en la realidad, en la más cruda y excelsa realidad, es una debilidad. Una gran debilidad que fomenta los espejismos políticos.
Las disidencias recientes han estado marcadas no tanto por la matización ideológica, profunda o superficial, sino por la señalización de un espacio aparentemente desamparado. Las lecturas de estas últimas décadas son numerosas: grupos, colectivos, llegaron para asentarse en el campo del marxismo-leninismo, castrismo, maoísmo, autonomía operaria, trotskismo…
Aquellos campos estaban, efectivamente, huérfanos de opciones políticas vascas que manifestasen su idoneidad o, en su caso, su trascendencia para la liberación nacional y social de nuestro país. Quienes intentaron llenar los espacios y convertirse en sus portavoces fracasaron. Y no lo hicieron, según mi opinión, por falta de una ideología cerrada y coherente, sino por la indefinición de su hoja de ruta. Una hoja que marca la táctica de la práctica revolucionaria: alianzas, fases y medios.
Esas disidencias, sin embargo, no han tenido la estridencia que hemos observado en otros lugares, Irlanda, Italia, Chile… Disidencias que han llegado a marcar abandonos políticos de envergadura que se trasladaron al punto más débil del grupo revolucionario, los prisioneros. En Euskal Herria, en cambio, con miles de detenidos y represaliados en cinco décadas, las disidencias carcelarias, a pesar de las condiciones excepcionales, han sido estadísticamente insignificantes. Un activo que nos convierte en excepción europea. Otra más.
La solidez y la cohesión de la izquierda abertzale en estas últimas décadas ha sido unos de sus valores, de sus activos. La defensa de la casa del padre, como cantaba Gabriel Aresti, la determinación por alcanzar la estación de la victoria, como apuntaba Arnaldo Otegi. A pesar de esas disidencias puntuales.
Unas disidencias enrocadas, en ocasiones, en reafirmar su auto-existencia, en buscar la esencia de ese espacio político, social y cultural supuestamente abandonado. Que se apega, como en otras ocasiones, al eslabón más débil de la cadena, ese en el que el enemigo ha estado incidiendo permanentemente para que así sea. Para convertirlo en motivo de discordia, arrastrando lo emotivo a lo político.
Las disidencias, revisionistas o existencialistas, pasan a convertirse en autorreferenciales, a perder el norte revolucionario y a convertir a su antiguo lecho o aliado en la referencia de todos los males. Error de bulto. Serán instrumentalizados por el enemigo para provocar desafección. Porque la experiencia nos cuenta que, de ser así, son flor de estación. Cumplido su objetivo, las cámaras desaparecerán, la visibilidad se enturbiará. Retornarán a los eslóganes para apuntalar una anécdota más en la historia que, años más tarde, volveremos a considerar «irrelevante».