A primera vista, resulta sorprendente que un género tan específicamente estadounidense como el western, tan ligado a una historia y unas circunstancias exclusivamente locales, haya alcanzado en casi todo el mundo un éxito tan extraordinario. Bien es cierto que la mera fuerza bruta de la industria cinematográfica de Hollywood podría haber impuesto cualquier tema, por muy local que fuera; pero un cine sobre las aventuras de los boy scouts o de los leñadores de Alaska, pongamos por caso, no habría tenido la misma aceptación masiva que el western.
La explicación profunda del éxito sin precedentes de este género hay que buscarla en el hecho de que la sistemática campaña de expolio y exterminio conocida como “la conquista del Oeste” ha sido la última gran “epopeya” de la “raza blanca” contra otras etnias y de la cultura occidental contra otras culturas (la actual “cruzada contra el terrorismo islámico” no ha terminado, por lo que todavía no es materia épica, y esperemos que nunca llegue a serlo). La explicación está, en última instancia, en el racismo y la xenofobia de una sociedad brutal, íntimamente orgullosa de su larga tradición de atropellos y masacres.
Con el tiempo, el western evolucionó desde las consabidas cintas de “indios y vaqueros”, burdamente maniqueas y solo aptas para niños y descerebrados, hacia relatos más centrados en la épica del héroe solitario y autosuficiente, eficaz expresión del mito estadounidense del self-made man; e incluso daría lugar a derivaciones tan curiosas como el “spaghetti western”, cuya peculiar retórica hiperbólica (y a menudo autoirónica) merecería un estudio aparte. Pero, en conjunto, el western es sin duda el género cinematográfico que de forma más grosera, y a la vez más eficaz, ha proclamado la supuesta superioridad de los blancos (los “rostros pálidos”) y de la cultura occidental. Toda la propaganda nazi y fascista de los años treinta se convierte en un juego de niños ante esta gigantesca maniobra de colonización cultural e idiotización masiva.
Y los entrañables belenes navideños son la escenificación de otro gran mito fundacional -e idiotizador- de la cultura occidental. El western y el belén son relatos formalmente muy distintos: estático y único el segundo, dinámico y múltiple el primero; pero en esencia son equivalentes (en lo ideológico), además de complementarios (en lo argumental). La acción trepidante y la variedad aparente del western envuelven un mensaje único e inamovible: los blancos son superiores y tienen derecho a imponerse por la fuerza; y el estatismo monotemático del belén nos cuenta que Dios se encarnó en un niño blanco (preferentemente rubio y de ojos azules) y que los reyes “de Oriente” (uno de ellos negro) le rindieron pleitesía. Huelga señalar que ambos relatos son especialmente atractivos para los niños, y que eso los hace extremadamente peligrosos.
De pequeño me intimidaban las iglesias, las ceremonias religiosas me parecían siniestras y los curas me repelían. Pero el belén me transmitía una grata sensación de paz y serenidad. Dios ya no era un severo anciano de poblada barba blanca ni un agónico asceta clavado a una cruz, sino un bebé encantador rodeado de sencillez y mansedumbre: pastorcillos, corderitos, una mula y un buey, unos padres solícitos… Y el hecho de que, tras hacerle valiosos regalos al niño Jesús, los Reyes Magos nos los hicieran también a los demás niños, era el más eficaz de los señuelos, una edulcorada versión simbólica de la promesa de la serpiente: “Seréis como dioses”.
En cuanto al western, es proverbial la fascinación que ejerce sobre los niños (aunque ahora esté en decadencia, desplazado por otros géneros que cumplen mejor su función mitopoyética en el mundo actual). Caballos, pistolas, lazos, imponentes escenarios naturales, persecuciones, duelos, batallas campales… E indios, sobre todo indios. Para los niños, los westerns eran, sobre todo, películas “de indios y vaqueros”. Con sus aparatosos tocados de plumas, sus danzas guerreras, sus torsos desnudos, sus caras pintadas y sus gritos salvajes, los indios norteamericanos (los “pieles rojas”) eran la encarnación misma de la barbarie, a la vez fascinante y aterradora.
Como muchos niños de mi generación, yo perdí la inocencia al descubrir que en realidad los malos eran los “cuchillos largos” del Séptimo de Caballería, a los que tantas veces había aplaudido en el cine cuando acudían al rescate al son de la corneta. El horror que había sentido al ver a un apache arrancando una cabellera, se exacerbó y se convirtió en vergüenza e indignación al averiguar que los verdaderos cazadores de cabelleras eran los invasores europeos, que cobraban por indio muerto y aportaban sus siniestros trofeos capilares como prueba de sus asesinatos en serie. Y la pérdida de la inocencia se consumó al comprender que el entrañable cuento de hadas del belén servía de soporte y tapadera a la mayor organización criminal de todos los tiempos, la misma que había bendecido el genocidio de los indios americanos.
Las películas del Oeste y los belenes ya no son tan populares como hace unos años, pero el relato sigue siendo el mismo: los occidentales (los western) somos superiores y Dios está de nuestra parte, y una horda de salvajes de otra etnia, religión y cultura nos atacan con despiadada saña en restaurantes y discotecas, como los apaches a los pacíficos colonos en sus casitas de las praderas.
Este año la farsa de la navidad se adorna con el belén viviente de las elecciones. Y mientras los terroristas franceses y sus aliados masacran a los sirios, algunos partidos supuestamente de izquierdas se suben al carro de los verdugos, el único que conduce al poder en una democracia tan falsa como la alegría navideña o la sonrisa de John Wayne.
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