Las elecciones generales del próximo 20 de diciembre van a tener sin duda una especial trascendencia histórica, comparable con las que se desarrollaron a lo largo del período de la Transición que transcurrió de 1977 a 1982. Si entonces la tarea que tenían por delante los partidos del “consenso” era proceder, a través de una vía reformista de la dictadura, a la conformación de un nuevo régimen, ahora es la búsqueda de una salida a la crisis profunda (socioeconómica, política y nacional-territorial) que este régimen está sufriendo la que se encuentra en el centro del debate y de la confrontación electoral.
De nuevo, pues, reforma o ruptura o, más concretamente, refundación (en realidad, ya en marcha desde mayo de 2010, con el giro austeritario del gobierno de Rodríguez Zapatero, acelerado e intensificado luego por el gobierno de Rajoy) frente a la apertura de un proceso de ruptura(s) constituyente(s) no solo con el régimen sino también con la economía política ordoliberal de la eurozona. Un reto este último que no existía en aquel entonces y que hoy es ineludible, salvo que tras la experiencia griega aceptemos nuestra derrota definitiva –y la de la democracia- frente al discurso de que “no hay alternativa” frente a esta “Europa”. Una Europa que, por cierto, ha sustituido el ya desaparecido muro de Berlín de la “guerra fría” por una larga lista de muros y vallas externas e internas en nombre de la “preferencia nacional”.
Más concretamente, lo que de forma inmediata está en juego en estas elecciones es si va a ser capaz de sobrevivir el bipartidismo dinástico dominante (versión española de ese “extremo centro” al que se refiere Tariq Alí, con la “tercera vía” de Blair, el mejor discípulo de Thatcher, como referente) que ha garantizado la estabilidad política del sistema, ahora en cuestión; o si, por el contrario, entra definitivamente en declive y se ve sustituido por un pluripartidismo en el que pueden actuar como fuerzas decisivas para inclinar la balanza en un sentido moderadamente reformista o abiertamente rupturista bien Ciudadanos, bien Podemos.
Esta convocatoria aparece, además, como el final de un ciclo electoral que comenzó en mayo de 2014 con las europeas, siguió con las andaluzas en marzo, las municipales y autonómicas en mayo y las catalanas a finales de septiembre de este año. Un periodo de apenas año y medio extraordinariamente intenso en el que pudimos ver: la irrupción de Podemos en las europeas, convertido en un “tsunami” que tras su Asamblea de Vistalegre iría perdiendo fuerza, debido a factores relacionados tanto con la contraofensiva mediática e institucional sufrida como con errores propios, especialmente en el “modelo” de partido puesto en marcha; el posterior salto a escala estatal de Ciudadanos, combinando su españolismo beligerante con un discurso anticorrupción y “centrado” (aunque sin poder ocultar sus propuestas de política fiscal copiadas de la FAES u otras como la exclusión de los inmigrantes “ilegales” en el acceso a derechos básicos como la sanidad); el inédito acceso a los ayuntamientos de un buen número de grandes y medianas ciudades de candidaturas de unidad popular que, en mayor o menor grado, están emprendiendo políticas de “rescate ciudadano” y poniendo en pie auditorías de la deuda; el frenazo del PSOE a su declive, gracias a su triunfo electoral en Andalucía y al mayor poder institucional alcanzado, especialmente en el ámbito autonómico; la percepción relativa de “recuperación macroeconómica” que ha logrado insuflar el gobierno de Rajoy (buscando así ocultar los escándalos de corrupción que, ahora con su ex vicepresidente Rodrigo Rato, vuelven al primer plano) entre algunos sectores de clases medias, pese a la creciente agravación de la desigualdad social, a la persistencia de una tasa de paro superior al 20% y al aumento del número de trabajadores cada vez más precarizados y empobrecidos.
Finalmente, la tendencia a la confrontación ya abierta entre, por un lado, un movimiento soberanista-independentista catalán y, por otro, un régimen –incluido Ciudadanos- que sigue negándose a reconocer su derecho a decidir su futuro sin ofrecer alternativa alguna; salvo que se entienda que lo son la conversión del Tribunal Constitucional en gendarme de la “Inmaculada Constitución”, o la ambigua búsqueda en un lejano futuro de un “encaje de Cataluña en España”.
La brecha catalana y Podemos
Lo más relevante en la coyuntura actual, se quiera o no verlo, es la fractura abierta en torno al conflicto catalán-español. Porque si bien es cierto que no se puede sostener que la opción independentista haya ganado el plebiscito que las fuerzas promotoras de la misma habían planteado el 27S, su mayoría absoluta en el nuevo parlamento catalán es suficientemente contundente para mantener el pulso con el Estado y abrir una grieta profunda en el régimen. Con mayor razón cuando esa mayoría está condicionada por el peso alcanzado por la CUP, una fuerza anticapitalista que no oculta su voluntad de apostar por una República catalana con un contenido social de ruptura con las políticas austeritarias de la troika, condición también necesaria para lograr atraer hacia esa mayoría a sectores populares dentro de la sociedad catalana todavía reticentes frente a ese proyecto.
La resistencia de la dirección de Podemos a revisar su proyecto “nacional-popular” español para poder asumir la especificidad de la cuestión nacional catalana y, por tanto, la existencia de un demos que aspira a ser reconocido como sujeto político soberano y no subalterno del demos español, viene de lejos, pero ha demostrado ahora sus nefastas consecuencias. En efecto, sus magros resultados alcanzados el pasado 27S no se deben solo al pacto por arriba alcanzado con Iniciativa per Catalunya (en contradicción, por cierto, con su permanente discurso del no a la “unidad de la izquierda” ni a la “sopa de siglas”) o al escaso conocimiento público del número uno de la lista sino, sobre todo, a su fracaso en querer convertir las elecciones catalanas en la primera vuelta de las generales (intención corroborada por el protagonismo de sus principales líderes en la campaña). Esto último les llevó a hacer un discurso españolista que, pese a reconocer vagamente el “derecho a decidir”, dio armas a sus adversarios para incluirlos en el bloque del No a la independencia y facilitar la fuga de potenciales votantes a otras formaciones. Contraponiendo, además, el discurso –por supuesto, necesario- sobre los derechos sociales y la denuncia de la corrupción o los recortes de Artur Mas al debate sobre el independentismo para pedir esperar a su hipotética victoria en las elecciones generales, los dirigentes de Podemos obviaron incluso lo que el mismo programa de Catalunya Sí Que Es Pot defendía. En efecto, como recordaba acertadamente Joan Giner, candidato electo en esa misma formación, en él se incluía la propuesta de “un proceso constituyente en Catalunya, no subalterno ni condicionado a dinámicas exteriores, pero sin voluntad de dar la espalda a lo que suceda en las elecciones de diciembre”; cuestión que sin embargo apenas fue destacada durante la campaña /1.
Aun no siendo extrapolable a las elecciones generales, el traspiés sufrido por Podemos en Catalunya está afectando ya a su credibilidad como alternativa, mientras que por el contrario el éxito alcanzado por Ciudadanos le está reforzando como “recambio” o, al menos, muleta de un PP en retroceso. Un partido que, por cierto, sigue afectado por el acentuado debilitamiento del liderazgo de Rajoy, incluso entre sus propios “barones”, con el ex presidente José María Aznar a la cabeza de su oposición interna.
¿Podremos?
Nos encontramos, por tanto, ante un panorama en el que, si tenemos en cuenta las recientes encuestas, solo dos conclusiones parecen claras: ningún partido va a poder contar con una mayoría absoluta y persiste un alto porcentaje de electorado volátil e indeciso. Caben, por tanto, distintos escenarios posibles de pactos y alianzas para asegurar la “gobernabilidad” en la nueva etapa que se abre y no sería descartable la entrada en una fase de “ingobernabilidad” que obligara a una nueva convocatoria electoral en un contexto en el que, como se ha podido comprobar recientemente, desde la troika se seguirá exigiendo el cumplimiento estricto del Pacto Fiscal y de nuevos recortes sociales (la Comisión Europea acaba de recordar que se tendrán que recortar 10 000 millones de euros en 2016), además de la devaluación salarial permanente. Razones más que justificadas para que, sea cual sea el escenario, nos esforcemos a partir de enero por impulsar, como ya se está intentando hacer desde el plano local y autonómico, una nueva institucionalidad surgida de la simbiosis de la actividad de nuestros y nuestras “representantes” con la autoorganización y el empoderamiento popular.
Con todo, hoy por hoy, parece poco probable la hipótesis “ganadora” de Podemos, como acaba de reconocer recientemente Carolina Bescansa, máxime cuando se va a encontrar con una IU dispuesta a competir por su electorado procedente de la izquierda y sin que se perciba una recuperación de la capacidad de ilusión por el “cambio” por parte del equipo dirigente de Podemos y, en particular, de Pablo Iglesias. La “máquina de guerra electoral” que se diseñó para este proyecto ha ido mostrando sus enormes limitaciones tanto hacia fuera (subestimando la necesidad de apoyarse en la nueva ola del cambio de las candidaturas de unidad popular municipales para potenciar una mayor confluencia, finalmente frustrada por razones sobre las que habrá que hacer balance más adelante) como hacia dentro (empleando viejas formas de hacer política que, según hemos visto, han conducido al progresivo descenso de la participación tanto digital como de muchos y muchas activistas de los Círculos).
A todo esto se suma una ambigüedad creciente en el discurso de Podemos en cuestiones de mayor o menor calado que tienden a acercarle a un mal llamado “realismo político” (a raíz, por ejemplo, de lo ocurrido en Grecia) en nombre de una “transversalidad” mal entendida. Por no hablar de cómo se sigue dejando de lado la necesidad de ofrecer un perfil netamente feminista y ecologista en su programa y en sus propuestas; o de las vacilaciones en la reivindicación de la “memoria histórica”, condición no solo para conseguir verdad, justicia y reparación sino también para la socialización de las nuevas generaciones en torno a una verdadera cultura democrática.
Nada de esto tendría que estar reñido con la aspiración a presentar un “programa de gobierno” que parta de propuestas como los planes de rescate ciudadano, la moratoria y auditoría de la deuda, el blindaje de los derechos sociales y la desprivatización de los servicios públicos o… el compromiso claro de respetar la soberanía del pueblo catalán y su derecho a la independencia. En resumen, como se ha escrito ya recientemente /2, no por mucho “moderarse” se llega mejor al electorado procedente del PSOE o incluso al que duda hoy entre Podemos y Ciudadanos: la aspiración rupturista -destituyente y constituyente- debería seguir siendo un eje de delimitación claro frente las fuerzas meramente conservadoras o reformistas del régimen.
Por desgracia, el contexto de desmovilización social en que nos encontramos, con la parcial salvedad de luchas recientes como las de trabajadores de CocaCola o Vodafone o los esfuerzos de una minoría en torno las EuroMarchas, no parece que vaya a ayudar a crear el mejor clima posible a favor de ese proyecto. Aun así, quedan dos meses por delante y sería un error caer en la resignación ante el riesgo de que Podemos se convierta en tercera o cuarta fuerza dentro del nuevo parlamento español y se vea presionada (en nombre de la “responsabilidad de Estado”) a gobernar con un PSOE cuyas promesas reformistas se verían muy pronto olvidadas. A la espera de conocer cuál será el programa definitivo para estas elecciones de Podemos (aunque el método de elaboración ha carecido de la componente de deliberación colectiva –y no fragmentada y sectorial- imprescindible para calificarlo de democrático), confiemos en que la afirmación de una voluntad coherentemente rupturista pese más que las dudas y las debilidades mostradas hasta ahora si no se quiere defraudar tantas esperanzas generadas desde su nacimiento el 17 de enero de 2014.
Recordemos en fin que, sea cual sea el desenlace, la “guerra de posiciones” no termina en diciembre: solo será el final de una batalla y de un ciclo para iniciar otro en el que habrá que reanudar la tarea de construir un “partido movimiento” al servicio de esa “unidad popular” más necesaria aún si queremos mantener abierta la aspiración al “cambio” frente al proyecto “restauracionista” ya en marcha.
Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED, editor de Viento Sur y miembro del Consejo Editorial de El Hurón
14/10/2015
Notas
1/ Entrevista a Joan Giner, “Unas elecciones no pueden sustituir a un referéndum”, Viento Sur, 26/09/15, http://www.vientosur.info/spip.php?article10515 . Acuerdos electorales como el alcanzado en Galiza con fuerzas soberanistas en torno al reconocimiento de un sujeto político diferenciado en esa Comunidad corroboran la urgencia de la revisión del discurso hoy dominante en Podemos, basado en la defensa de una plurinacionalidad que sigue entendiéndose de forma jerarquizada (la vieja fórmula de “Nación de naciones” tampoco sirve); una reconsideración necesaria también no solo en ámbitos como el vasco sino, sobre todo, para poder avanzar hacia una futura confluencia sobre una base confederal –y no centralista- con otras fuerzas políticas y sociales en el futuro.
2/ Javier Álvarez y Carlos de Castro, “’Take a walk on the wild side’: dónde están los apoyos de Podemos y cómo pueden conseguirse”, Rebelión, 5/10/15