Como vimos en Cultura media (mediática y mediocre), según Dwight MacDonald, el sociólogo estadounidense que en los años cincuenta introdujo los términos masscult y midcult, la segunda es la oportunista respuesta del mercado al esnobismo de una clase acomodada, pero poco cultivada, que quiere desmarcarse de la cultura de masas y no está capacitada para acceder a la “alta cultura” o para disfrutar de ella. Pero esta definición es insuficiente, incluso dentro del marco teórico establecido por el propio MacDonald, porque muchos de los productos culturales que ofrecen contenidos banales con una falsa apariencia de calidad artística y/o densidad conceptual, no responden a la frívola demanda de una burguesía más pretenciosa que culta, sino a las razonables -aunque a menudo ingenuas- expectativas de un amplio sector de la población. Y en ello reside el mayor peligro de la midcult: así como la cultura de masas no pretende ser otra cosa que una forma de entretenimiento, ciertos productos de la “cultura media” pasan por ser rompedores, incluso contraculturales, cuando en realidad son todo lo contrario: actualizaciones de viejos tópicos que prolongan y refuerzan el discurso dominante.
En este sentido, es especialmente significativa la aparición en el Estado español, a finales de los setenta, de una cultura falsamente progresista a la medida de la falsa ruptura democrática.
Durante el franquismo, los disconformes sufrían en sus propias carnes los rigores de la represión, y no tenían más opciones que la resignación o la clandestinidad. Pero, en un país desarrollado, al poder le sale más a cuenta comprar a los disidentes que reprimirlos, y así, con la autodenominada «transición democrática», la mayoría de los intelectuales y de los militantes de izquierdas se dejaron estabular dócilmente a cambio de pasto seguro y un pequeño reducto de permisividad en el que retozar. El progresista se cortó la coleta subversiva y se convirtió en progre. Y las mafias mediáticas (más o menos vinculadas al PSOE) se apresuraron a suministrarle una cultura ad hoc igualmente apocopada, igualmente castrada.
Tras cuatro décadas de seudodemocracia, hay muy pocos intelectuales que no hayan vendido su voz o su silencio, y menos aún que se atrevan a denunciar el criptofascismo reinante. Y los jóvenes revolucionarios de los setenta se han convertido, en su mayoría, en ejecutivos agresivos o funcionarios obedientes.
La represión y la caspa del franquismo no han dado paso a la libertad y la dignidad, sino a la seudolibertad del consumismo y la suprema indignidad de la impostura. Los progres son gourmets y llevan trajes de Armani, ven el cine de Almodóvar y de Amenábar, escuchan a Serrat y a Sabina, leen a Muñoz Molina y a Javier Marías, sus «filósofos» son Fernando Savater y José Antonio Marina… La elegancia superficial y la superficialidad elegante son sus emblemas, sus señas de identidad. Han sustituido el mito del héroe por el del antihéroe, a John Wayne por Humphrey Bogart, a Hércules Poirot por Philip Marlowe; han remplazado el compromiso y la lucha por el glamur y el talante. Creen que estar informado consiste en leer El País y ver la Sexta, y algunos ni siquiera tienen la decencia de callarse, como pedía José Martí a los que no tienen el valor de luchar. Y entre los progres que no tienen la decencia de callarse ocupan un lugar destacado los bufones mediático-culturales, que, al igual que sus predecesores medievales, pueden disfrazarse de cualquier cosa: humoristas, tertulianos, columnistas, presentadores, cantautores, cineastas, dramaturgos, novelistas, sociólogos, filósofos…
El poder necesita al bufón, más que para parecer tolerante y abierto a la crítica, para no perderse en los meandros de un monólogo sin fin y sin réplica. Necesita un espejo para maquillarse. Y así, al precio de distorsionar su figura y sus maneras (vendiendo su imagen, que es empeñar el alma), el bufón puede decir algunas verdades molestas, incluso proferir ciertas burlas y sarcasmos irreverentes, y el poder no solo lo tolera, sino que incluso puede llegar a reírse. ¿De sí mismo? No: de quienes confunden las impertinencias del bufón, que contribuyen a que todo siga igual, con las verdaderas críticas, las que podrían hacer que las cosas cambiaran.
¿Y quiénes confunden las bufonadas con las críticas? Todos, en alguna medida, en algún momento. A todos nos engañan alguna vez los bufones del poder (por ejemplo, los humoristas que publican sus chistes en los grandes periódicos), y a algunos los engañan todas las veces. Pero no pueden engañarnos a todos todas las veces.
A los bufones acaba viéndoseles el plumero, el gorro de cascabeles. Su propia superficialidad suele ser un primer indicio, aunque no concluyente; su exhibicionismo, su frecuentación de los grandes medios (poco compatible con la crítica verdadera), el engreimiento y la arrogancia típicos de los mediocres encumbrados y, sobre todo, una ambigüedad retórico-acrobática que acaba estrellándose contra el suelo de los obstinados hechos: esas son las señas de identidad -o de impostura- de los bufones del poder.
Algunos piensan que esos bufones disfrazados de Pepito Grillo son una especie de conciencia del sistema. Pero no necesitamos ese tipo de conciencia, porque es, en el mejor de los casos, lo que los moralistas llaman “conciencia laxa” y los psicólogos “disonancia cognitiva”. La espuria cultura bufonesca, la castrada cultura progre, es el opio de los seudodemócratas, que induce una somnolencia de la razón que, aunque no engendre monstruos, como su sueño profundo, permite que los dejemos pulular a nuestro alrededor sin excesiva alarma. Para que sigan ahí cuando despertemos.
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