En un mundo mercado los productos culturales son, inevitablemente, mercancías; pero son mercancías muy peculiares, capaces de estimular la imaginación y la reflexión de quienes las consumen o, por el contrario, de embotar sus mentes. La esquemática división de la cultura en alta, media y baja -o masiva- confunde más de lo que aclara, y debería ser sustituida por una clasificación menos superficial y adialéctica de los productos culturales, que tuviera en cuenta su poder transformador (o embrutecedor). Las siguientes líneas (así como los demás artículos de esta serie) intentan ir en esa dirección.
De los tres supuestos niveles culturales, el que tiene una identidad más definida, en función de sus mismas condiciones de producción, es la cultura de masas. Sin necesidad de que unos manipuladores conscientes (que también los hay) diseñen los contenidos de las baratijas culturales destinadas al consumo masivo con el deliberado propósito de idiotizar a la gente, el mero hecho de realizar productos ampliamente asequibles y asumibles, que no entren en conflicto con los prejuicios más arraigados y sean, además, baratos y fáciles de producir, propicia de forma automática la banalización de los contenidos. Un ejemplo claro lo encontramos en el recurrente maniqueísmo icónico del cómic más comercial: la necesidad de producir una gran cantidad de dibujos en el menor tiempo y con el menor coste posibles hace que las representaciones de los personajes sean estereotipadas y expresen de forma esquemática los sentimientos y emociones más básicos: bondad, maldad, amor, odio, alegría, tristeza…, lo cual refuerza automáticamente el esquematismo moral, la tajante división de los personajes en buenos y malos (con la consabida identificación de los primeros con los defensores del orden establecido).
Menos fácil de distinguir y valorar es la “cultura media”. Según Dwight MacDonald, el sociólogo estadounidense que en los años cincuenta introdujo los términos masscult y midcult, la segunda es la oportunista respuesta del mercado al esnobismo de una clase acomodada, pero poco cultivada, que quiere desmarcarse de la cultura de masas y no está capacitada para acceder a la “alta cultura” o para disfrutar de ella. Pero esta definición es insuficiente, incluso dentro del marco teórico establecido por el propio MacDonald. Porque muchos de los productos culturales que ofrecen contenidos banales con una falsa apariencia de calidad artística y/o densidad conceptual, no responden a la frívola demanda de una burguesía más pretenciosa que culta, sino a las razonables -aunque a menudo ingenuas- expectativas de un amplio sector de la población. Y en ello reside el mayor peligro de la midcult: así como la cultura de masas no pretende ser otra cosa que una forma de entretenimiento, ciertos productos de la “cultura media” pasan por ser rompedores, incluso contraculturales, cuando en realidad son todo lo contrario: actualizaciones de viejos tópicos que prolongan y refuerzan el discurso dominante.
En este sentido, me parece especialmente significativa la sobrevaloración (por no decir mitificación) de algunas manifestaciones supuestamente progresistas de la música ligera. La “canción protesta” de los años cincuenta y sesenta fue un fenómeno del mayor interés cultural y político, sobre todo en Latinoamérica; pero ya en los setenta empezó a ser asimilada por el mercado (y significativamente promocionada por los grandes medios de comunicación), dando lugar a todo tipo de mistificaciones y oportunismos, y estableciendo con la poesía una ambigua relación que merecería un estudio en profundidad.
Quienes procedemos de la Galaxia Gutenberg hemos asistido, consternados y perplejos, a la casi total desaparición de la poesía de la esfera pública. O lo que es peor, a su metamorfosis degenerativa: ahora los tradicionales recursos de la poesía (metáfora, metonimia, hipérbole, aliteración…) están, sobre todo, al servicio de la publicidad, el adoctrinamiento religioso, la propaganda política y otras aberraciones comunicacionales. Y la profunda ignorancia de la inmensa mayoría de la población en materia poética ha hecho posible la proliferación -y la aceptación acrítica- de sucedáneos pretenciosos e imitativos que pasan por ser poesía de calidad. “Todos los poetas son buenos, incluso los malos”, dijo Neruda; pero no había escuchado a Joan Manuel Serrat, ni a Joaquín Sabina, ni a Pablo Milanés, ni a tantos otros poetastros canoros.
Mención aparte merecería la apropiación de textos poéticos genuinos por parte de algunos cantautores. Cuando Serrat canta a Antonio Machado o Milanés canta a Nicolás Guillén, ¿banalizan sus poemas o contribuyen a difundirlos? Las dos cosas, probablemente. Cuando Miguel Ríos berrea el Himno a la Alegría de Beethoven y Schiller, ¿profana la música clásica o la pone al alcance de un público más amplio? Cuestiones complejas y sobre las que no creo que se pueda generalizar. Y que, en cualquier caso, ponen de manifiesto la ambigüedad e insuficiencia del concepto de “cultura media”, siempre mediática, casi siempre mediocre, pero casi nunca solo eso.
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