Sabino Cuadra | Comisiones de la verdad y resignificaciones varias
El pasado 9 de abril, el BOE publicó el Real Decreto regulador del Consejo de la Memoria Democrática, cuya creación estaba pendiente desde que en 2022 se aprobó la Ley de Memoria Democrática. Se contempla en él la creación de una “Comisión sobre violaciones de derechos humanos durante la guerra y la dictadura”, a la que fuentes oficiales y medios han denominado “Comisión de la Verdad”. Parece así que nos hemos puesto por fin al día en esta materia y que a partir de ahora tendremos un órgano similar creado en su día en Argentina, Chile, Guatemala, Colombia…, para investigar los crímenes cometidos por gobiernos despóticos y dictaduras militares. Sin embargo, llamar comisión de la verdad a lo acordado por el gobierno es pasarse cuatro pueblos.
Hablar de verdad memorialista y mantener a su vez en vigor la Ley de Secretos Oficiales de 1968, fuente de secretismo e impunidad para con los cientos de miles de violaciones de derechos humanos y sus responsables (asesinatos, desapariciones, cárcel, trabajo esclavo, robo de bebés, torturas…), es pura desvergüenza. Añadamos además que en los últimos años se han presentado en el Congreso hasta cinco propuestas de reforma de esta ley, pero ninguna de ellas ha sido admitida finalmente a trámite. Para los gobiernos del PP y del PSOE, el tema no ha tenido mayor interés. En esta legislatura se ha planteado de nuevo una iniciativa similar, pero lleva ya más de un año en dique seco esperando turno.
La supuesta comisión de la verdad estará compuesta por 10 personas -se dice que independientes-, nombradas por un Consejo formado por 32 miembros, de los que la mitad, 16, son miembros del gobierno o altos cargos ministeriales. El resto pertenecerá a entidades memorialistas (10 vocales), profesionales de reconocido prestigio designadas por el gobierno (2), sindicatos estatales más reconocidos (2) y, finalmente, 2 representantes de las organizaciones empresariales. En resumen, un guante hecho a la medida del gobierno en el que éste campará a sus anchas y los grupos memorialistas serán poco más que un florero. Se vulnera así flagrantemente la principal característica que debe poseer una comisión de la verdad, cual es la de ser independiente de los gobiernos de turno.
Por su parte, la Ley de Memoria Democrática de 2022, si bien ha dado importantes pasos en el reconocimiento de los derechos de las víctimas franquistas, ha seguido cerrando las puertas a las vías judiciales que permitan la identificación de los victimarios y la imputación a los mismos de las correspondientes responsabilidades. A día de hoy, 115 querellas han sido presentadas ante la justicia por los crímenes del franquismo, sin que ninguna de ellas haya logrado traspasar sus puertas. Los jueces, amparados por el Tribunal Constitucional, siguen basándose para ello en la Ley de Amnistía de 1978, la prescripción contenida en el código penal y la no aplicación de las normas internacionales sobre derechos humanos en materia de crímenes contra la humanidad, torturas…
La Comisión creada tiene por fin abordar las violaciones de derechos humanos durante la guerra y la dictadura. La música de la canción suena bien, pero la letra no tanto, porque esas violaciones se están enmarcando hoy, cada vez más, en un contexto de lucha entre “dos bandos” que diluye y desdibuja la historia real vivida. Porque lo que se vivió durante 1936-1939, no fue una guerra civil, sino un conflicto armado derivado de un golpe de estado fascio-católico-militar dado contra un régimen democrático y la legítima respuesta de éste ante ese golpe. Algo similar a lo ocurrido durante la dictadura, en la que tampoco existió lucha banderiza alguna, sino un régimen criminal negador de todo tipo de derechos políticos, sociales, democráticos y nacionales y una oposición enfrentada a éste que exigía libertades democráticas y justicia social.
La resignificación acordada entre el Gobierno y la Iglesia para el Valle de Cuelgamuros (¿dónde ha quedado la voz y presencia de los grupos memorialistas en este proceso?), camina en una dirección similar. A pesar de que Pedro Sánchez había hablado repetidamente de la necesidad de secularizar y desacralizar aquel lugar, al final, como en la Transición, la Iglesia ha ganado por goleada: el acuerdo mantiene la sacralización del espacio, la realización de actos de culto, la presencia de la orden benedictina y, como guinda resignificadora, una cruz de 150 metros de altura, la más grande del mundo. Se ultraja así con ello la memoria de los miles de víctimas franquistas de convicciones librepensadoras, agnósticas o ateas, cuyos restos allí reposan.
De esta manera, parece como si se sustituyera el lema franquista de “Caídos por Dios y por España”, por el de “Caídos por Dios y por la República”, todo un despropósito. Es decir, se apuesta por una resignificación trampa que lava la imagen de una Iglesia real, cómplice con el golpe militar del 18 de julio, que otorgó a la guerra el carácter de Cruzada y fue sustento ideológico y social de la dictadura durante décadas. Una Iglesia que nunca ha querido romper sus ataduras con aquella aquella otra a la que la dictadura, a cambio de su apoyo, otorgó todo tipo de privilegios (patrimoniales, económicos, educativos, sociales…), a los que la Iglesia nunca ha renunciado. “Lo que se da no se quita”, es su onceavo mandamiento.
La “Comisión de la Verdad” anunciada y el acuerdo sobre el Valle de Cuelgamuros dan continuidad así a la larga historia resignificadora vivida en estas últimas décadas. Algo que nació con aquella Ley de Amnistía vendida como reconciliación entre dos bandos, continuó con los consensos constitucionales (libertades democráticas sí, pero manteniendo la monarquía designada por el dictador, la policía, el ejército y la oligarquía franquista), y ha seguido expresándose en las décadas siguientes -de oca a oca y tiro porque me toca-, hasta llegar a los últimos episodios ahora comentados. A mezclar agua y aceite le llaman ahora resignificación.