Sabino Cuadra | De padres gatos, hijos michinos
El próximo 11 de junio se cumplirán 10 años desde que el Pleno del Congreso madrileño aprobó el proyecto de Ley Orgánica relativo a la abdicación del rey Juan Carlos I. Pocos días después, el 19 de junio, se celebró en aquel mismo lugar la proclamación de Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia como rey de España, con el nombre de Felipe VI. Su padre, el ínclito Juan Carlos I, no asistió a esta última sesión. Si lo hubiera hecho, habría enfangado la brillantez de aquel acto lleno de vivas al Rey y a España.
La votación respecto a la abdicación de aquel real comisionista y defraudador guinness por antonomasia, fue la siguiente: 299 votos a favor (PP, PSOE, UpyD, Foro Asturias, UPN), 23 abstenciones (CiU, PNV y Coalición Canaria) y 19 en contra (IU, ERC, BNG y Compromis). Por nuestra parte, el grupo Amaiur, decidimos no participar en la votación por entender que aquello era un fraude mayúsculo, así que tras realizar mi intervención (a mí me tocó hablar en nombre del grupo) y agitar una ikurriña desde el estrado, abandonamos el hemiciclo acompañados de gritos de “¡Fuera, fuera!”, ”¡Qué vergüenza, qué vergüenza!” y otros epítetos bastante más gruesos como “¡Hijos de puta!” y ”¡Terroristas!”, que no fueron recogidos en el Boletín Oficial del Congreso, pero también fueron gritados con ganas.
Calificamos aquel acto como una mera operación de lifting de la monarquía borbónica. Se trataba así de hacer creer al personal que a partir de ese momento habría un punto y aparte en la trayectoria de una saga real en la que las andanzas del abdicado Juan Carlos I no eran ninguna excepción, sino reiterada regla. Con ello se iba por los suelos también la imagen de aquel que fue designado por el genocida Franco como heredero suyo y que, a pesar de ello, allá en la transición, fue convertido en un pata negra demócrata de toda la vida. Democrático consenso llamaron a eso.
En nuestra intervención afirmamos que aquella votación estaba trucada, porque fuera cual fuese el naipe que se sacara de la baraja, siempre salía un rey. Ninguna opción había a optar por nada que tuviera que ver con una república. Por eso citamos a Bertold Brecht, quien escribió: “Tuvimos muchos señores. Tuvimos hienas y tigres, águilas y cerdos y a todos los alimentamos. Mejores o peores era lo mismo: la bota que nos pisa es siempre la misma bota. Ya comprendéis lo que quiero decir: no cambiar de bota, sino no tener ninguna”. Y nosotros añadimos a lo dicho: “No cambiar de reyes, sino no tener ninguno. Ni el padre, ni el hijo, ni el espíritu de Franco que anida en los dos”. Y dicho lo anterior, abandonamos el hemiciclo.
El nuevo rey, Felipe VI, no era un niño rubito e inocente que jugaba al aro mientras su padre prevaricaba a espuertas y se codeaba con las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, sátrapas, misóginas y violadoras de todo tipo de derechos humanos. Tampoco fue alguien ajeno a sus viajes a esas tierras, acompañado de un enjambre de banqueros y empresarios, cuya misión era engrasar los negocios de éstos ante aquellas satrapías y cobrar por ello jugosas comisiones. Y tampoco se chupaba el dedo cuando su cuñado Urdangarin y su hermana Cristina se veían envueltos, y el primero condenado, por su afición a la práctica de todo tipo de corruptelas. No, Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos tenía entonces 40 años y sabía perfectamente en qué ambiente se había criado y lo que se cocía a su alrededor.
Felipe VI era sabedor de los tejemanejes de todo tipo que se llevaba su padre con la empresaria alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein, más conocida como Corinna Larsen. También conocía que él figuraba como segundo beneficiario de un fondo ofsshore, con cuenta en el banco suizo Mirabaud, en la que se ingresaron 100 millones de dólares desde Arabia Saudí, cantidad ésta que tenía que ver con el pago de comisiones hechas por un consorcio empresarial español a cuenta de la adjudicación al mismo de la construcción del AVE entre Medina y La Meca. Felipe VI reconoció finalmente estos hechos, pero sólo una vez que el diario británico The Telegraph los sacó a la luz pública.
Nueva operación de lifting. Felipe VI anunció entonces que renunciaba a la herencia de su padre y retiraba a éste la asignación anual que percibía con cargo a los Presupuestos del Estado. Puro postureo, pues era sabedor que su renuncia carecía de valor jurídico alguno, ya que esta solo podía realizarse con posterioridad al fallecimiento de Juan Carlos I. Y con respecto a suprimir su asignación presupuestaria de 198.845,10 euros anuales, aquello no era sino el chocolate del loro para quien tenía un patrimonio que rondaba los 2.000 millones de euros.
Tras su coronación, Felipe VI ha seguido los pasos de su padre. Los viajes y relaciones con los países del Golfo Pérsico (Arabia Saudi, Dubai, Kuwait, Abu Dabi, Qtar, Omán..), son una de sus grandes prioridades. A destacar también las estrechas amistades que sigue manteniendo con Marruecos (el abandono definitivo del Sahara a manos de la monarquía alauita tiene que ver con ello, evidentemente), país al que dedicó su primer visita oficial como rey. Lo dicho, nada nuevo bajo el sol. Quizás dentro de diez años sepamos más de lo que había detrás de todos estos viajes. ¡Al loro!
Termino. Hay muchas e importantes temas sobre las cuales se podría hablar en este décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI como rey. A destacar entre ellas su demoledor discurso, en plan “Santiago y cierra España”, de 3 de octubre de 2017, realizado dos días después de llevarse a cabo el referéndum catalán. Pero dejemos esto de momento y volvamos de nuevo al monarca y sus finanzas: ¿por qué siempre que se ha solicitado a la Mesa del Congreso crear una Comisión de Investigación que analice las cuentas, ingresos y patrimonio de la familia real, los votos al alimón del PSOE, PP y Vox lo han impedido y nada de ello se ha podido siquiera discutir? ¿A santo de qué tanta protección para los Borbones?