Marcel Lhermitte | Relato hegemónico, descalificación y aniquilación
En los últimos años la intransigencia parece haber ganado terreno en nuestra vida, al igual que la descalificación a aquellos que piensan o actúan diferente. Las posiciones políticas –y no políticas– se radicalizan y el anonimato de las redes sociales envalentona a los guapos digitales. Se constatan múltiples grietas que nos alejan como sociedad y aceptamos “la verdad” siempre y cuando sea funcional a nuestro interés, pensamiento y convicciones.
Como muchos uruguayos, a temprana edad comencé a ir a ver fútbol. No es que fuera un fanático, aunque quizás sí. Recuerdo claramente la sensación de inmensidad cuando nada más subir la escalera que daba hacia la grada aparecía a primera vista el césped del estadio. Los cánticos de las barras le daban un aire tribal a la situación y luego, el partido, cuyo resultado iba a afectar mi humor toda la semana.
Cuando mi equipo ganaba iba contento a clases y “compartía” mi alegría con todos, leía las crónicas deportivas y comentaba con quien quisiera escucharme las bondades deportivas de mi cuadro. Cuando perdíamos la cosa era un poco diferente. Antes que nada porque era notorio que nosotros éramos mejor equipo y jugábamos mucho mejor, y si habíamos padecido una derrota solo podía ser por dos motivos: porque tuvimos mala suerte o porque el juez nos perjudicó.
Con el paso de los años descubrí que quizás estuviera equivocado, que no era cierto que mi equipo jugara siempre mejor que el rival y que los jueces sí se equivocan, pero por lo general no eran los responsables de las derrotas de mi cuadro. Tuve que reconocer que mi visión de la realidad estaba teñida por la subjetividad de mis lentes partidarios.
Esta situación que es tan gráfica en el fútbol también acontece en la política y en muchas áreas de la vida en general. La periodista estadounidense Michiko Kakutani, en su libro La muerte de la verdad, afirma que la verdad es una cuestión de perspectiva. De acuerdo dónde estemos posicionados veremos una verdad, que será diferente de la que note otra persona que está ubicada en un lugar diferente al nuestro.
Al igual que los fanáticos del fútbol –o de cualquier actividad competitiva– los relatos que surgen desde la política, cada vez más, parecen estar sumergiéndose en el terreno de la intransigencia, generándose una distancia que parece ser insalvable entre quienes tienen pensamientos, creencias o intereses diferentes.
La descalificación sustituye al debate y pasa a ser más importante quién lo dijo que qué dijo. Se busca la supremacía de nuestro relato sobre el del adversario y procuramos la aniquilación y exterminio del oponente y su discurso como práctica política que ha pasado a ser cotidiana.
No se trata de que el ser humano haya abandonado la teoría del Buen Salvaje de Rousseau, sino que existen una serie de elementos externos, planificados, para que esto suceda. En primer lugar, los poderes fácticos amplificados por los grandes medios de comunicación impulsan su verdad, tratando de convertirla en el discurso hegemónico. Pero esa verdad, como decía el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, en su libro Los cínicos no sirven para este oficio, por lo general difiere enormemente de la que vive la gran mayoría de las personas en sus vidas cotidianas.
También en las redes sociales se disputa el relato, alimentado estratégicamente por ejércitos de bots y de trolls, con un objetivo cuasi bélico: masacrar a los que piensan diferente y mantener la supremacía de la narrativa, llevando a una espiral de silencio a todos aquellos que piensen diferente o constituyan una minoría.
El objetivo final que se busca es lograr que esta polarización de discursos, que aumentan día a día las grietas ciudadanas, constituyan una verdad que avale determinada narrativa que sostiene algunos intereses y que va en detrimento de un colectivo que busca ser eliminado, sin percatarse que tal como sucede en el fútbol, los dos bandos forman parte del juego y deben coexistir en el campo para beneficio de la sociedad.