Marcel Lhermitte | La segunda pandemia: Coronavirus y comunicación de gobierno
“Bienvenido a Santo Domingo, señor”, me dijo un temeroso funcionario de Aduanas dominicano al arribar al aeropuerto dominicano. El hombre, vestido de uniforme tenía puesto un barbijo y miraba con desconfianza mi pasaporte francés.
Viajar desde Montevideo –haciendo escala en Bogotá– hasta Santo Domingo en la primera semana de marzo de 2020, fue algo así como levantarse de un sillón en el que uno mira pasivamente un programa de televisión de domingo a la tarde para ingresar de golpe, como actor de reparto, en una película de cine catástrofe.
Los calurosos abrazos en el aeropuerto de Carrasco de las personas que embarcaban sus vuelos contrastaban enormemente con los comportamientos que se veían en Bogotá primero y Santo Domingo después, en donde la gente evitaba el contacto físico, sospechaba ante un carraspeo y usaba barbijos. Conclusión, el coronavirus aún no había arribado al Río de la Plata.
En los días siguientes, en forma gradual, mi teléfono comenzó a ser el receptor de todo tipo de información sobre el coronavirus. Familiares, amigos, conocidos y números sin identificar, con un gran sentido de solidaridad, me saturaron de información que además, en muchos casos se contradecía.
La solución no estuvo en los medios de comunicación que nos mostraban las desoladas calles de Madrid, los improvisados conciertos musicales de los vecinos de Milán y la opinión de una miríada de profesionales que desconocemos sus antecedentes y experticia sobre el tema.
Y si no querías sopa… dos platos. Con el coronavirus finalmente apareció, en la mayoría de los países, una segunda pandemia: la falta de profesionalidad en la comunicación de gobierno, el desconocimiento de la comunicación de riesgo y crisis.
Mel Brooks no lo habría hecho mejor, Alfred Hitchcock se quedaría corto y Stephen King no podría narrarlo. Fue insuperable lo que el guionista de la vida misma nos tenía preparado. Por dar un ejemplo, en Brasil el presidente Jair Bolsonaro, que tiene integrantes de su entorno contagiados con coronavirus y por tanto él podría ser portador, se juntó con una manifestación entera de fascistas que solicitaban cerrar el congreso. Una acción que desobedecía las recomendaciones de su mismo gobierno.
En otros países las medidas oficiales salieron desde diferentes emisores y no siempre en la misma sintonía: gobiernos centrales y locales opinaron, ministerios de salud y actores políticos como ministros y presidentes hicieron un coro que sonó desafinado.
Igual de negativo fue en muchos casos la emisión de mensajes condicionales, anunciando que se podría hacer tal o cual cosa, o que podría suceder otra diferente. Tampoco se pensó en la decodificación de los mensajes oficiales, en hacerlos llegar de una forma segmentada, que toda la población pueda acceder a la información y entenderla.
Lo que estamos viviendo con el coronavirus, más allá del desastre sanitario con consecuencias sociales y económicas que genera, debe servir para que muchos gobernantes del planeta entiendan que la comunicación de gobierno no es exclusivamente una herramienta para difundir los logros de su gestión.
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