Concepció Far | Cuento de Navidad
Señoras lectoras y señores lectores: lo único que me complace de estas fiestas que estamos sufriendo es el Cuento de Navidad de Charles Dickens, ese del avaro Scrooge que cambia su planteamiento de vida porque se le aparecen unos fantasmas de las navidades del pasado, presente y futuro.
Imagino por un momento, mientras mastico un trozo de turrón que seguramente me producirá acidez, en el mejor de los casos, y seguramente caries a largo plazo, que estos fantasmas se le aparecieran a Arcailandia. Ya me ayudarán ustedes a conjeturar, pero yo la concibo como el cóctel entre un torero, una folklórica y una cotilla de los programas del corazón, con el rostro rojo por el Rioja, y la voz gutural. Está en su habitación rodeada de una pared decorada con carteles de colores borrosos y no se ve un palmo libre del papel pintado de color inidentificable por el desgaste padecido. Un edredón granate de esa sustancia parecida al terciopelo, y una butaca que de vez en cuando sirve para sentarse, pero suele ser el perchero de la ropa sucia. Está comiendo pipas, mientras mira el Telepasión, y después de un ruido de cadenas que no le sorprende ve aparecer a un fantasma color caqui, uniformado, bajito y con un bigotito especial.
– Hostia, Paco, ¿no estabas muerto?
– No soy Paco, soy el fantasma de las Navidades pasadas.
Se ponen en movimiento atravesando un túnel de un espeso humo negro, se deslizan por un bucle maloliente y caen ante la inauguración de un pantano. Se ponen en pie, y se cuelan en el pasaje nubloso que les da cierto sosiego, todo sea dicho, y adentrándose, escuchan pasodobles, zarzuelas, olés, y aquello de “Franco, Franco, Franco”. Un brillo les ciega de repente, y al abrir los ojos avistan una cañada en que hay hombres trabajando, todos ellos unidos sus pies mediante cadenas, y una voz de campana grita algo de rojos y holgazanerías; uno de ellos cae como plomo delante de las obras faraónicas coronadas por una inmensa cruz, nadie lo recoge; los pasajeros giran la vista a la derecha y ven a un individuo abofeteando a su mujer, un nuevo giro, y alguien dispara un tiro a un poeta granadino, otra escena y un grupo de exaltados cantan algo del sol y su cara.
– Bueno, dijo el fantasma, esto es lo que fue Arcailandia.
Y desaparece entre olores a incienso de iglesia.
“Y ahora, ¿qué?” dice Arcailandia, convencida de que aquello habían sido imágenes del pasado, y que después de cuarenta años de paz, se había vivido una transición modélica y su democracia está consolidada porque Paco, el valle de los muertos y la muerte de poetas granadinos son historia irrepetible.
Un ding dong del carillón y aparece el siguiente fantasma. “Arcai” da un brinco. Este espíritu es más guapo, más alto, más trajeado, más economista, más ponderado, más actual, en una palabra, que el que había confundido con Paco.
Arcailandia no pregunta nada porque ya presupone y juzga sin saber. Y, como hay cosas que hace años que están de moda, y muchos más años que no cambian, no pregunta.
El pasillo es ahora gris brillante, los sonidos son más rítmicos, similares a musiquitas repetitivas de campañas electorales, aquella cosa que se llama reggaetón, y algún pasodoble que ensalza que “viva” un lugar que identifica, pero de cuyo nombre no quiere acordarse, aunque le llena de orgullo y satisfacción.
Llegan al plató del presente: Luz de neón. Se ven tuiteros presos, personas que se lanzan al vacío desde los balcones de sus casas, puertas aporreadas por agentes de policía, otro hombre con ropas actuales pegando a una mujer, y otro grupo de exaltados cantando lo del sol y la cara.
“Esta es la Arcailandia que tenemos,” espeta el fantasma, y se esfuma entre una humareda roja y olor de “Invicious eau pour homme”.
“Pues tampoco hemos cambiado tanto”, piensa Arcailandia y regresa a la televisión. Se cabrea al comprobar que el programa está a punto de acabar, y al mismo tiempo llega el último fantasma, monstruosamente alto, sin cara, vestido con unas raídas ropas negras de fraile. Lejos de sentir miedo, “Arcai” lo mira desabridamente, y aúlla:
“Si vienes a contarme que, en algún momento del porvenir, los que quieren romperme triunfarán, ya te lo puedes ahorrar, no quiero verlo, ni saberlo.”
El fantasma de la Navidad futura se encoge de hombros, avanza hacia los confines de la realidad y, antes de desaparecer en las sombras, tuerce un instante su cabeza sin ojos para escuchar el chasquido de las pipas abriéndose entre los dientes de aquel sujeto.
Y concluyo, pero, no se alarmen, lectoras y lectores, esto es solo un producto de la imaginación de la que les escribe afectada, aún, por el espíritu navideño y las indigestiones de comidas familiares.
En cualquier caso, mis mejores deseos para sus respectivos años nuevos.