Floren Aoiz | 1978-2018, la razón rupturista II
Acerca de la razón rupturista y sus posibles articulaciones populistas
Frente a esas tentaciones de “soltar lastre”, creo que la apuesta rupturista constituye un capital político indispensable. Pese a sus notables diferencias, tanto la transformación del soberanismo vasco como la rebelión catalana y el 15M (entendido no en sentido literal sino como símbolo de un ciclo de subjetivización y movilización política de escala estatal), constituyen fenómenos de reacción frente a la desdemocratización de nuestras sociedades y la precarización de nuestras vidas, movimientos que recuperan y recrean elementos de la tradición rupturista. La puerta de la ruptura democrática como horizonte regulador nunca se había cerrado del todo y había persistido un discurso crítico que impugnaba el régimen desde su genealogía hasta sus expresiones más dispares.
Allá donde se cruzan la tradición autoritaria de las elites españolas y el giro a la derecha a nivel mundial en esta fase autoritaria del neoliberalismo, han surgido nuevas formas de protesta y nuevos horizontes de transformación social, algunos de ellos más novedodos que otros. En el caso vasco, hay una dialéctica de continuidad e innovación que resulta compleja, pero que a la vez permite reciclar estratégicamente la práctica constituyente de sujetos transformadores llevada adelante durante décadas contra viento y marea. Más complicado me resulta diagnosticar qué queda a nivel estatal del 15M y sus diferentes expresiones y apropiaciones, pero creo que al igual que la rebelión catalana, no pueden entenderse sin la existencia de una crítica radical de la transición postfranquista y un horizonte rupturista, en algunos momentos puede que poco más que simbólicos, pero disponibles finalmente para quien quisiera impugnar el desarrollo del régimen del 78.
Esta apuesta rupturista podría haber devenido una retrotopía, esto es, una nostalgia política que nos llevara a modo de bucle a volver a colocarnos en 1978 y sus bifurcaciones. Esta cuestión de la ruptura no es ajena al riesgo de fetichización, por otra parte, ni escapa a la posibilidad de alentar interpretaciones perniciosas del concepto, como ocurre con el discurso de la “fractura catalana”, que pretende anclar el concepto-proyecto de ruptura en el del enfrentamiento civil, situado en el imaginario colectivo de la guerra civil entre hermanos, que tanto ha marcado los imaginarios colectivos en el estado español durante décadas.
Una apuesta por resituar el concepto de ruptura pasa por afrontar ambos riesgos y por ello debemos preguntarnos cuál es la mejor manera de articular las alternativas rupturistas. El aspecto de denuncia-protesta debe complementarse con una vertiente propositiva cada vez más potente: el reto es más materializar la ruptura que hablar constantemente de ella y sólo se producirá en forma de construcción progresiva de un nuevo orden político. Si la forma rupturista (de la estrategia emancipadora) se convierte en un objetivo en sí mismo, podemos encontrarnos con el debilitamiento de los objetivos y la estrategia, que quedan supeditados a la lealtad a la forma, que sustituye así al acontecimiento. Resulta más importante así la experiencia rupturista en el sentido de relato o de acción estéticamente rupturista que la estrategia realmente rupturista, esto es, que rompe y/o prestigia la ruptura.
Más allá de estos peligros, la ruptura democrática aparece como una propuesta plenamente vigente en el escenario de 2018. Es más, la privatización y destrucción de la democracia, incluso de su versión liberal-burguesa más formal, sitúan en el centro de la política el antagonismo entre democratización y desdemocratización. Y es ahí donde adquiere toda su fuerza la idea de una razón rupturista en el sentido de radicalización de la democracia y exigencia de transformaciones socioeconómicas profundas, afrontando las tareas pendientes desde 1978.
Efectivamente, la elección del título de este texto es una provocación en el sentido literal. Invocar el conocido libro de Ernesto Laclau La razón populista[1], podría sugerir una impugnación de su propuesta, pero más bien pretende provocar o alentar el debate sobre la posibilidad de lo que podríamos llamar una razón populista-rupturistadesde una lógica que recupere el sentido de la apuesta rupturista en 1978 trasladándola al escenario actual en articulación con la perspectiva populista de articulación de luchas y agentes en un proceso de construcción de pueblo.
No se trata, por tanto, de asumir acríticamente las interpretaciones y las propuestas de Ernesto Laclau, asumiendo mecánicamente su teorización sobre el populismo, sino de preguntarnos por la fecundidad política de la articulación populista. Una lógica que, por cierto y sin conocer a Laclau ni denominarla así, con mayor o menor fortuna llevamos décadas practicando en Euskal Herria.
Es interesante en este sentido la reflexión de Enzo Traverso sobre la utilización de populismo como descalificación, que, a su juicio, define más a quienes lo hacen que a aquellos a quienes se refiere: “el uso recurrente de este término para designar a los adversarios políticos revela sobre todo el desprecio por el pueblo que sienten quienes lo utilizan[2]”. En la misma dirección Nancy Fraser opina que la izquierda no debiera caer en esa trampa de rechazo liberal del populismo. En este sentido, mi concepción de una articulación que podríamos -sin sacralizar el término- llamar populista iría en la dirección de esta propuesta de la propia Fraser: “Sólo aunando una sólida política de distribución igualitaria con una política de reconocimiento sensible a las clases y sustantivamente inclusiva podemos construir un bloque contrahegemónico que nos lleve de la crisis actual hacia un mundo mejor[3]”.
Cada cual tiene su Laclau, esto es, su lectura de las inspiraciones de este pensador. En la mía, me interesa destacar que Laclau construía una contraposición entre institucionalismo y populismo, aunque matizaba que ambas tendencias rara vez se encuentran en estado puro. Para Laclau “el fetichismo institucionalista no es privativo de los sectores conservadores” en la medida en que “en efecto, hay una izquierda liberal que habla casi en los mismos términos”. Frente a ello afirmaba lo siguiente:
(…) se supone que ser de izquierda es dar prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único de que se habla es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en qué queda ese proyecto[4]?
Creo que las reflexiones de Laclau acerca de los límites y los retos de la acción política y la política institucional son muy productivas:
Las instituciones no son arreglos formales neutrales, sino la cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos. A cada formación hegemónica –entendiendo por tal la que se impone por todo un período histórico– habrá de corresponder una cierta organización institucional. Hay, por tanto, que preguntarse por las relaciones de poder existentes en la sociedad si se quiere develar el sentido de las instituciones. Por esto, cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad.
Es el propio Laclau quien llama la atención sobre la incapacidad de las reformas concretas para alterar las reglas del juego: “el que hace política no es el que juega dentro de las reglas de un sistema, sino bien el que patea el tablero[5]”. Exactamente a eso me refiero al hablar de razón rupturista, ir más allá de jugar dentro de las reglas de juego del sistema, en este caso, de una expresión concreta, histórica, que es lo que llamamos régimen del 78. Ahí es donde veo una posible articulación entre esa razón rupturista y la articulación populista.
¿Cómo superar el régimen del 78? Dicho de otro modo: ¿cómo patear el tablero?
Esa es la gran pregunta. Y en el esfuerzo por responderla chocamos con una tensión inherente a las fuerzas rupturistas antagónicas a este régimen, que es la de las escalas de acción estratégica. Tenemos fuerzas estatales y fuerzas de ámbito vasco, catalán, gallego… en una tensión a veces políticamente productiva (cambio en Navarra, por ejemplo) pero en la mayor parte de los casos, de efectos nefastos.
Se quiera reconocer o no, en estas tensiones opera una dimensión estructural de desigualdad de posiciones, una dialéctica de poder en la que todo vector estatal juega con ventaja y, a menudo, con el deje de superioridad propio del nacionalismo banal que se presenta como cosmopolitismo.
A nadie se le ocurre formular el debate estratégico sobre Europa en términos de lucha identitaria o cuestión territorial. Es obvio que lo que está en juego es un proyecto geopolítico concreto, inserto en la lógica de la globalización neoliberal. Lo que se debate es la articulación de poder, económico, social, político… Sin embargo en el debate sobre el futuro del reino de España sí se habla de posiciones identitarias o problemas territoriales, cuando, como en relación a Europa, no se trata de sentimientos ante banderas u otros símbolos, sino de la cristalización de relaciones de poder entre agentes, de escalas diferenciadas y antagonismos históricos.
La cuestión no es si te mola más la ikurriña que la rojigualda o la tricolor, sino la posición que cada cual, persona o agente colectivo, adopta ante un estado construido desde el privilegio de un modelo identitario nacional español asimilacionista, que en sus versiones menos bruscas puede llegar a tolerar al diferente, pero no a considerar esa diferencia en términos de constitución de sujetos diferenciados con sus propios derechos. Optar por una u otra escala no equivale a elegir en la estantería del super ofertas identitarias diferentes (vasco, vasco-español, vasco-navarro, español…), sino tomar una posición concreta ante unas desigualdades estructurales consolidadas desde relaciones de poder muy determinadas. Y esto no es una elección identitaria, sino una toma de posición estructural y estratégica.
40 años después de 1978, la izquierda independentista vasca reafirma su apuesta rupturista. La materialización de la soberanía popular es la superficie de despegue de esa ruptura, que tiene como destino la creación de nuestras propias estructuras estatales. Nuestra ruta es soberanista y se encamina a la independencia, por tanto, marcando así un horizonte compartido que articula luchas y agentes en un proyecto común de democratización y transformación social. Pero eso no es incompatible con fórmulas de colaboración con otras estrategias.
En el rechazo a las relaciones de poder injustas está la clave de la complicidad entre diferentes rupturismos, sin que ello implique que nadie deba renunciar a su proyecto sea de construcción de un estado catalán, vasco, gallego o una república democrática española. En esto la referencia reguladora es cuestionar unas reglas del juego injustas y patear el tablero para hacer posible la conformación de otras. Y ahí hay espacio para las complicidades, si hay voluntad, claro.
La experiencia histórica no es muy alentadora en la perspectiva de que las fuerzas de ámbito estatal renuncien a esos privilegios, pero unos y otras debiéramos ser capaces de comprender que la complicidad entre agentes rupturistas puede resultar no sólo políticamente productiva sino necesaria para soltar nudos (atado y bien atado, no lo olvidemos). El reto sería imaginar (y materializar) fórmulas de complicidad y articulación estratégica de luchas rupturistas en el estado español ahora que todo parece indicar que la derivación electoral-institucional-populista del 15M ha abandonado ese horizonte de ruptura.
Un eventual eje soberanista catalán-vasco sería una de las posibilidades, pero imaginemos, siquiera por un momento, complicidades más amplias y diversas. Pensemos expresiones innovadoras de esa razón rupturista que, sin poner en cuestión los objetivos estratégicos y los ritmos propios de cada escala, permitan articulaciones productivas. ¿Un mero ejercicio intelectual? Puede que sí, pero también puede que esta imaginación dé sus frutos y, en todo caso, la formulación de un escenario nos sirve para ensanchar los horizontes e interrogarnos sobre nuestras lecturas y nuestras prácticas.
Ni hace 40 años la opción rupturista era un delirio alejado de la realidad ni lo es ahora. Otra cosa es que nos exija grandes esfuerzos y una audacia estratégica incompatible con la permanencia en nuestras zonas de confort. El empuje de las tendencias autoritarias en un mundo que gira hacia la derecha debe ser tenido muy en cuenta, sobre todo allá donde, como en el Reino de España, las condiciones estructurales para el avance de la desdemocratización y la precarización se han establecido sólidamente. A estas alturas ya no se trata de la continuidad del régimen del 78 frente a la posibilidad de una ruptura democrática, sino de la evolución hacia la derecha y un mayor autoritarismo. Más nos vale comprender lo que está en juego.
En la izquierda abertzale nos hemos equivocado mucho y muchas veces. Uno de nuestros errores ha sido no ser capaces de gestionar adecuadamente esa razón rupturista y convertirla en base de una alternativa que fuera percibida como viable. Lo sabemos y por ello hemos asumido ante nuestro pueblo nuestra responsabilidades, nuestras contradicciones éticas, nuestros errores políticos y, lo que es mucho más importante que cualquier declaración o proclama, nos hemos puesto las pilas y hemos afrontado una readecuación radical de nuestra estrategia, nuestro discurso y nuestro modelo organizativo. Reformular las estrategias para hacerlas más eficaces es posible, es difícil y tiene costes, pero es posible. ¿Por qué no hacerlo a otros niveles?
[3]¿Podemos entender el populismo sin llamarlo fascista? Entrevista de Shray Mehta a Nancy Fraser, :http://www.sinpermiso.info/textos/podemos-entender-el-populismo-sin-llamarlo-fascista-entrevista