Floren Aoiz | 1978-2018, la razón rupturista
La apuesta rupturista ante el postfranquismo, un acierto estratégico.
El Reino de España cumple cuarenta años de constitución postfranquista. Siempre hay que tener mucho cuidado con la brocha gorda en el análisis político, pero esta vez toca afirmar con rotundidad que las fuerzas que en 1978 luchamos por la ruptura democrática hicimos la apuesta correcta. Apuesta correcta, claro está, desde el punto de vista del compromiso con la lucha antifranquista en particular, antifascista y emancipadora en general. Apuesta correcta, se entiende, desde la perspectiva de las luchas populares orientadas hacia un horizonte alternativo al capitalismo. Apuesta correcta, finalmente, desde la razón de los pueblos activos y movilizados en la defensa de su derecho de autodeterminación.
Sobra decir que desde otras perspectivas la lectura será muy divergente de esta. A fin de cuentas, toda valoración se hace desde una posición concreta, por más que a veces se intente ocultarlo, y esta cuestión de la bifurcación postfranquista sigue siendo muy incómoda para quienes allá por finales de los años 70 del siglo XX ofrecieron un lamentable espectáculo de dejación y oportunismo. En aquel cruce de caminos había que elegir entre reforma y ruptura, entre lo que nos impusieron y lo que pudo haber sido y no fue. Se perdió una oportunidad histórica para cortar amarras con la dictadura mediante una ruptura, que, no lo olvidemos, era reivindicada por muchos agentes que luego se sumaron con mayor o menor entusiasmo a la transición realmente existente. No es extraño que la memoria de aquel momento histórico levante ampollas todavía hoy.
En cualquier caso, los agentes y las personas comprometidas con la emancipación debemos sistematizar nuestras apuestas estratégicas para destacar nuestros aciertos y nuestros errores y aprender de unos y otros. En este empeño sitúo la necesidad de repensar hoy el concepto de ruptura democrática, para lo cual resulta de todo punto necesario situarlo en su dimensión histórica. No se trata de apuntarse tantos -ese vicio al que tanta adicción tenemos en la izquierda y que de tan poco nos sirve-, sino de señalar un acierto políticamente productivo en la medida en que ha hecho posible la persistencia no sólo de fórmulas de resistencia sino también de construcción de sujetos y prácticas transformadoras y que encierra en sí potencialidades para nuevos pasos. Se trata, en definitiva, de acometer la actualización de la apuesta por la ruptura democrática aquí, ahora y con la vista puesta en los próximos años.
En estas coordenadas cabe y corresponde afirmar que la apuesta rupturista era la históricamente correcta, aunque no fuéramos capaces de materializarla. Dicho de otro modo, no era una buena idea aceptar que los franquistas reconvertidos milagrosamente en demócratas lideraran una transición mutilada y mutiladora encaminada a evitar cualquier tipo de desborde popular, entendido esto en relación tanto a los sectores populares como a los pueblos, especialmente el vasco y el catalán.
La pesada herencia del franquismo en el postfranquismo: atado y bien atado
No era una buena idea legitimar la reforma postfranquista porque pasados cuarenta años, la agenda de avances sociales y democratización radical del estado español sigue pendiente. No se ha acometido la transformación de sus estructuras económicas, ni la depuración de sus aparatos de estado, ni la superación de su nacionalismo asimilacionista negador de la realidad plurinacional.
Nadie, ni una sola persona ni una sola entidad, ni siquiera grupos que reclaman la herencia del “Movimiento Nacional”, ha asumido responsabilidad penal, ni política ni económica por los crímenes desatados tras julio de 1936, pero el Reino de España es en 2018 más punitivo-represivo que en 1978, como demuestran los casos de Altsasu, las personas encarceladas por su posición independentista en Catalunya o la persecución a cantantes y en general cualquier expresión u opinión discordante. La España postfranquista se conformó contra la rebelión democrática vasca y el rupturismo, no contra el franquismo. Y en los últimos tiempos ha cambiado de enemigo prioritario para autojustificarse contra la rebelión soberanista catalana, el movimiento socio-político que ha puesto al régimen del 78 al borde del precipicio.
Franco se despidió fusilando, hace años que no hay práctica armada contra el Estado y ETA ya no existe, pero el entramado de excepción que del franquismo pasó al postfranquismo mediante el plan ZEN y la normativización de la legislación de excepción, desde la incomunicación (con su reguero de torturas) hasta la Ley de Partidos pasando por la dispersión carcelaria, lejos de desaparecer, se ha extendido de Euskal Herria a toda forma de protesta. Por otra parte, el Reino de España ha respondido al cambio de ciclo político vasco, marcado por el fin de la actividad armada de ETA pero imposible de reducir a este hecho, con cerrazón e intransigencia, aferrándose a un relato de demócratas vencedores frente a violentos derrotados que nada tiene que ver con la realidad de mutación del conflicto hacia unos parámetros mucho menos favorables a la posición de negación del derecho de la sociedad vasca a decidir libremente su futuro.
El balance del régimen simbolizado en la Constitución de 1978 es desgarrador para los sectores populares y el mundo del trabajo en particular. La reforma se vendió en pack con la entrada en la CEE (más tarde Unión Europea), una especie de vuelta de España al concurso de las naciones occidentales civilizadas y desarrolladas, pero en realidad supuso un duro paquete de ajustes para acomodar la economía a las exigencias de quienes agarraban la sartén por el mango, que tenían muy claro qué lugar debía ocupar el Reino de España en la economía europea y mundial. Algunos quisieron advertir reflejos de aquel imperio en el que nunca se ponía el sol, dando por finiquitado el secular atraso, pero la dura realidad del papel periférico en el entramado europeo iba a tener resultados catastróficos en la siderurgia y en general en todos los sectores industriales, la agricultura, la ganadería y la pesca, pero eso sí, el turismo y el negocio de la construcción y la especulación inmobiliaria tendrían las puertas abiertas y el impulso de una financiación supuestamente ventajosa. Con los años, mientras la economía real se atascaba primero y se despeñaba después, dando origen a una burbuja vendida como milagro económico español.
En cuanto al modelo de estado, ya en 1981 se pusieron los límites de la descentralización y la democratización. El autogolpe y la consiguiente LOAPA marcaron el camino, seguido más tarde con los GAL, el bloqueo de los traspasos de competencias y la imposición de un discurso que jusitificaba el bloqueo democrático en nombre de la “lucha antiterrorista”. De modo que el Reino de España resultó pionero en la precarización de las libertades democráticas propia del neoliberalismo.
Prietas las filas, casi nadie se atrevió a salirse del guión, se tratara de la estrategia de aislamiento de la izquierda independentista vasca, la impunidad policial, los desmanes de la Casa Real, la corrupción o el gran timo europeo. Conviene recordar, acerca de este último, que sólo Herri Batasuna (que hizo una excepción en su práctica de no participar en las Cortes Españolas) votó contra el Tratado de Maastricht[1]. Desde los Pactos de la Moncloa a la desmovilización cuando no complicidad ante los últimos desmanes de la agenda neoliberal va un hilo de rendiciones y retrocesos encubiertos con todo tipo de excusas, desde el compromiso para “evitar otra guerra civil” o un “golpe militar” a la aceptación de la lógica antiterrorista, la gran coartada, nunca lo repetiremos suficientemente, de la involución conservadora en el estado español. Coartada reconvertida en antiseparatismo en la medida en que el descontento de amplias capas de la sociedad catalana tomaba forma de rebelión soberanista.
40 años de régimen del 78 han posibilitado la banalización del alzamiento fascista de 1936 y la dictadura franquista. Asistimos, en la ola de las tendencias generales, al fortalecimiento de la derecha autoritaria en sus diferentes expresiones, algo sumamente inquietante a tenor de los resultados de las elecciones autonómicas andaluzas. Se trata, bien lo sabemos, de un fenómeno global, pero imposible de entender en sus manifestaciones concretas sin reparar en la evolución histórica de cada entorno concreto y en este sentido es obvio que la transición y el régimen al que dio lugar, lejos de derrotar a la derecha autoritaria, la han normalizado y homologado, hasta el punto de crear el ambiente favorable al desarrollo de sus formas más destructivas.
No hace falta imaginar una ucronía para reconocer que las cosas pudieron ocurrir de otro modo.
Este trágico balance de la opción reforma se debe a razones estructurales, porque el marco se diseñó para llevar adelante esa agenda. No es que las cosas, tras 1978, “vinieran así”, sino que el proceso de reforma se hizo como se hizo para que esas cosas ocurrieran.
Por otra parte, la coyuntura internacional siempre marcó el proceso y no es casualidad que la transición y el asentamiento del nuevo régimen del 78 coincidieran con la ofensiva neoliberal y sus vectores de precarización socioeconómica, desdemocratización y despliegue de una racionalidad individualizadora que traslada la lógica del mercado a todas las esferas de la vida. El neoliberalismo se fue imponiendo así en un estado español que no conoció una liberalización política digna de tal nombre, la desdemocratización avanzó en un estado nunca realmente democratizado y se produjo a marchas forzadas la destrucción del estado de bienestar en un territorio en el que nunca llegó a desarrollarse.
A fin de cuentas, en aquella bifurcación se optó por el camino que habían venido marcando los franquistas años antes. Franco lo expresó con claridad sincera al afirmar su voluntad de dejar todo atado y bien atado al nombrar a dedo a Juan Carlos Borbón como sucesor. Tan claro como el futuro rey de España al responder apelando a la legitimidad del 18 de julio. De la ley a la ley se hizo la transición, lo dice hasta la versión oficial, y de quellos polvos estos lodos, por supuesto: ¿qúe podía salir mal en una transición democrática liderada por alguien que se vanagloriaba de la continuidad con el 18 de julio?
La opción reforma no era una buena idea y tampoco era la única opción posible. Hay quien (sin que, sorprendentemente, haya mediado autocrítica alguna) esgrime ahora la bandera que simboliza una República a la que renunció en 1978 y nos pretende hacer creer que la correlación de fuerzas no daba para más o que la propia Constitución era un gran avance cuyas potencialidades lamentablemente no han sido desarrolladas. En realidad, aquella claudicación histórica fue un proceso vertical, en el que las direcciones impusieron a las bases, en nombre del pragmatismo y la reconciliación, la dejación de la apuesta por una ruptura democrática y la defensa del derecho de autodeterminación de los pueblos. Es decir, se fomentó la desmovilización, se generó desorientación y frustración y eso configuró un escenario de debilitamiento provocado, al que se alude para justificar una elección estratégica que en realidad venía cocinándose desde mucho antes.
No sirve plantear la cuestión como un ejercicio de realismo ante una opción, la de la revolución, para la que no había condiciones en ningún caso, mucho menos después de que todas las alarmas hubieran saltado en Portugal. No sirve porque la ruptura no era la toma del Palacio de Invierno ni una especie de insurrección espartaquista, sino un proceso de transformación para establecer cortes cualitativos con la dictadura y generar nuevos escenarios. Por eso, por ejemplo, para la izquierda abertzale tomaba la forma de la alternativa KAS, un programa de mínimos que no consistía en la independencia ni en el socialismo.
La propuesta rupturista era inaceptable porque marcaba una dirección diferente y cuestionaba el guión establecido, no porque supusiera crear una especie de república soviética entre los Pirineos y Gibraltar. Conviene recordarlo porque todavía hoy en día se alude al supuesto utopismo de la posición rupturista para justificar el apoyo al régimen del 78.
Si, por ejemplo, hubieran encontrado un frente sólido de rechazo a pactar con los dirigentes franquistas y entrar en su juego, si se hubiera formulado y defendido en la calle una propuesta firme para desbordar la agenda de reforma monitorizada desde arriba, la posición de la dirigencia franquista habría tenido que modelarse. No sabemos cómo habrían gestionado la situación, pero lo que no estaba sobre la mesa era la posibilidad de prolongar la forma dictadura, pues el franquismo llevaba años preparándose para una mutación necesaria para homologarse plenamente en el escenario capitalista euro-atlántico. Las cosas pudieron ocurrir de otro modo, pero no fue así porque se impuso el entramado de fuerzas reformistas a las rupturistas. Y de esto también deben extraerse conclusiones políticas en 2018.
Por eso resultan tan inquietantes los cambios de discurso y posición con respecto al régimen de 1978 en el ámbito de eso que se ha dado en llamar la nueva política. Considero muy preocupantes esos intentos de blanqueo, esos esfuerzos por “entender” la complejidad de la época, cuando no llamadas a valorar el esfuerzo pragmático realizado o incluso recuperar el conocido como espíritu de la transición. Ojalá me equivocara, pero creo que estamos ante maniobras de aterrizaje para repetir el abandono de la apuesta rupturista y sumarse a una especie de nueva reforma de la reforma.
[1]‘Sí abrumador a Maastricht en el Congreso de los Diputados, El País, 30 de octubre de 1992, disponible en https://elpais.com/diario/1992/10/30/portada/720399603_850215.html