Carlo Frabetti.- Soy vegetariano desde que tengo uso de razón, y huelga decir que las corridas de toros me parecen sencillamente repulsivas. Creo que hay que estar muy enfermo, tener muy pocas neuronas operativas o ser muy mala persona para disfrutar viendo torturar hasta la muerte a un animal. Pero no me alegro cuando muere un torero, ni cuando cornean a uno de esos descerebrados que corren delante de los toros durante las vergonzosas “fiestas” que cada 7 de julio convierten a Pamplona en la capital de la estupidez y de la infamia (y todavía hay algunos que se sorprenden de que se produzcan abusos y violaciones durante los sanfermines). Me alegraría, en todo caso, si cornearan a los empresarios taurinos y, en general, a quienes se enriquecen con la sangre derramada, sea de toros, toreros u otros animales; pero esos nunca reciben cornadas, ni siquiera de Hacienda.
Es inevitable ver al torero -enfundado en su ridículo “traje de luces” y con esa montera tan parecida a un tricornio- como el gran protagonista de las corridas, como el matador y torturador propiamente dicho; pero, como diría Sartre, el torero (por lo general un joven iluso con un IQ similar al del toro: no hay más que oírlos hacer declaraciones) es “medio cómplice, medio víctima”. Si no viviéramos en un contexto de total desprecio hacia los animales no humanos, donde incluso quienes dicen amarlos se los comen con patatas; si no viviéramos inmersos en la degradada cultura española y españolista, donde un Savater pasa por filósofo y un Calatrava por arquitecto, donde un Sánchez Dragó pasa por escritor y un Sabina por poeta, donde un reyezuelo beodo puede asesinar impunemente a osos y elefantes, donde una incapaz como González Sinde puede llegar a ministra y decir que “la corrida es cultura”, no habría maletillas que sueñan con entrar en el circo de los horrores para salir de la indigencia. No estoy justificándolos: siento el mismo desprecio por un torero que por un antidisturbios; pero ellos solo son las comparsas de una danza macabra cuyos responsables últimos nunca se ensucian las manos. Ni reciben cornadas.
Vivimos en un mundo idiota -o idiotizado, que a efectos prácticos viene a ser lo mismo- en el que confundir el culo con las témporas y los efectos con las causas es tan habitual como confundir a los animales (incluidos los humanos) con objetos. Vivimos en un mundo idiota en el que supuestos ecologistas arremeten contra los transgénicos y las centrales nucleares en vez de centrarse en las multinacionales y el despilfarro energético. Vivimos en un mundo idiota en el que supuestos izquierdistas apoyan a la Organización Terrorista del Atlántico Norte y elogian al Papa…
Y confundir a los toreros con “los toros” es confundir el culo con las témporas, los efectos con las causas. Y para escarnecer a la joven viuda y a los demás allegados de un torero muerto a los veintinueve años, hay que ser tan rastrero como el empresario que se enriquece con su sangre.
En nombre de los animalistas con cerebro y corazón, que son la mayoría, aunque no los que más gritan, quiero expresar públicamente mis más sinceras condolencias a los familiares y allegados de Víctor Barrio, con la esperanza de que su absurda muerte sea, para unos y otros, motivo de profunda reflexión.
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