Carlo Frabetti.- Hace un par de años escribí un artículo titulado La coleta y la corbata en el que, entre otras cosas, decía:
En Occidente, la mayoría de los hombres se ven obligados a llevar corbata en su trabajo y en muchos lugares y situaciones. Y la corbata, además de ser una prenda absurda e incómoda, es clasista y, sobre todo, machista: es el estandarte (o el pendón, más bien) del “señor”, que tradicionalmente lo distingue tanto de la mujer como del obrero, y, junto con su inseparable chaqueta, constituye el uniforme del macho dominante.
Las mujeres, cuando se ponen “elegantes” (es decir, cuando reafirman su estatuto social mediante la indumentaria), tienen innumerables opciones. Los varones, solo una: el uniforme. ¿Y quiénes llevan uniforme? Los militares, los policías, los curas… Es decir, las personas cuya pertenencia a un cuerpo o estamento determinado les confiere algún tipo de autoridad o prestigio.
La corbata es un símbolo (uno de los más relevantes, a pesar de su inofensiva apariencia ornamental) de nuestra cultura patriarcal y clasista. La corbata es vanidosamente reaccionaria, chillonamente falocrática. Desconfiemos de los que la eligen. Y combatamos a los que la imponen: no son mejores que quienes obligan a llevar velo o cuelgan crucifijos en las aulas donde las niñas y niños deberían aprender a pensar.
Y desconfiemos de los que eligen la corbata sobre todo si llevan coleta. Porque unir la coleta a la corbata es una burda escenificación de esa “fusión de contrarios” que solo es posible en los sueños y en los discursos demagógicos. “Soy progresista, pero dentro de un orden”, intenta decirnos el coletudo encorbatado; pero en realidad lo que está diciendo es: “Soy tonto u os tomo por tontos”. Algunos, desde la izquierda despistada, piensan que es un tonto útil o un buen reclamo electoral para los millones de tontos que sueñan con transformar la sociedad sin sacar los pies del tiesto; pero, en contra de lo que creen algunos marxistas de neandertal (que nunca leyeron a Marx o nunca lo entendieron), los tontos solo son útiles para la clase dominante.
Curiosamente, al día siguiente de que apareciera mi artículo, Pablo Iglesias se quitó la corbata y no volvió a ponérsela en un par de años. El gesto admitía una interpretación positiva que habría sido injusto obviar: Iglesias leyó el artículo, reflexionó y rectificó; pero también admitía otra interpretación que habría sido ingenuo ignorar: sus asesores de imagen comprendieron que no era conveniente que quien buscaba los votos de los “antisistema” exhibiera el banderín del patriarcado.
El gesto admitía dos interpretaciones, pero ya no, puesto que Iglesias vuelve a ponerse la corbata tras reconocer que es socialdemócrata y declarar que “esa idiotez que decíamos cuando éramos de extrema izquierda de que las cosas se cambian en la calle y no en las instituciones es mentira”, como dijo sin despeinarse (que para eso lleva la melena atada y bien atada) en los cursos de verano de la Universidad Complutense.
La melena atada y bien atada, pero el nudo de la corbata no: el nudo flojo (a juego con las ideas), como marcan los cánones de los “progres” y los falsos rebeldes, esos progresistas apocopados (por no decir castrados) y esos inconformistas de pacotilla que pretenden nadar y guardar la ropa, que se aflojan la corbata como si fueran a quitársela pero se la dejan puesta. La imagen de un Bogart o un Mitchum de mandíbula prieta y corbata floja (encarnando a Philip Marlowe o a cualquier otro seudorrebelde al servicio del orden establecido) se ha convertido en un icono de nuestra cultura, frecuentemente imitado por chuletas y farsantes de todo tipo, como ese patético bufón senil que se hace llamar el Gran Wyoming o el patético bufón juvenil en que se ha convertido Pablo Iglesias.
En la indumentaria casi todo es metáfora (o metonimia), y su carga ideológica es evidente si nos molestamos en observarla con un mínimo de atención; pero, lamentablemente, no solemos hacerlo. Y así como en los años ochenta los “descamisados” del PSOE engañaron a millones de trabajadores y trabajadoras que no se fijaron en que las camisas eran de seda, los transformistas del siglo XXI engañan a millones de jóvenes sin futuro y a algunos viejos prematuros cansados de luchar (y que, como decía José Martí, deberían tener al menos la decencia de callarse). Pero cada vez son menos (según han revelado, entre otras cosas, las últimas elecciones) quienes se dejan engatusar por la metáfora del nudo aflojado. O, dicho de otro modo, cada vez son menos quienes para librarse del policía malo (el que aprieta los nudos y las clavijas) se echan en brazos del policía bueno (el que parece a punto de quitarse la corbata y convertirse en una persona). Es una noticia esperanzadora, tanto en el plano político como en el ético. Y, por qué no, también en el plano estético. Porque puede que el policía malo dé más miedo, pero el bueno da más asco.
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