Jesús García Blanca.- Soy “anarquista” desde que me colé con 16 añitos en un ateneo de CNT atraído por los libros; soy “demócrata” desde que Sócrates me hizo las preguntas clave desde las obras de Platón; soy “comunista” desde que el campesino Olmo Dalcó me hipnotizó desde la pantalla allá por el año Novecento; soy “pacifista” desde que me planté en una comandancia de Cádiz a devolver mi cartilla militar; soy “revolucionario” desde que el párrafo final de Lo que está mal en el mundo escrito, aunque parezca mentira, por Chesterton, me dejó literalmente cuajado: “con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna”; soy antisistema desde que la sangre de Carlo Giuliani llegó al teclado de mi ordenador; soy “zapatista” desde que los “hijos de mil derrotas se lanzaron a reescribir la historia”; soy “socialista” desde que la revolución bolivariana comenzó a cambiar el mapa político de una Latinoamérica llena de cicatrices de las terribles heridas infligidas por Europa y Estados Unidos; soy “populista” desde que Carlos Fernández Liria empezó a pincharnos para recuperar las instituciones ilustradas secuestradas por el capitalismo…
Cada una de esas etiquetas se sumó a las anteriores mientras por debajo cada estrato ha ido aportándome su aliento de rebeldía: contra el poder, contra los terratenientes, contra los ejércitos, contra el capitalismo, contra el colonialismo, contra el imperialismo… con Agustín García Calvo —que fue a dar sus últimas arengas al campamento del 15M en Sol— aprendí que los descontentos, los desobedientes, los de abajo, solo podemos vivir a la contra.
Dicho de otro modo, eso supone ir a las raíces, que tienen que ver con las estrategias de control que constituyen elementos centrales de la dinámica del poder, no del poder político, institucional, sino del poder de siempre y para siempre, del poder que se ejerce desde el comienzo de la civilización, de las estructuras de carácter que aseguran la servidumbre de las mayorías, de los mecanismos que perpetúan esas estructuras a través de nacimientos traumáticos medicalizados, de una crianza que viola la autorregulación de las criaturas, de una educación para el sometimiento que desborda los límites de la escuela.
Constantemente, los que se ponen nerviosos si no clasifican bien a la gente, los que por encima de todo necesitan un refugio seguro, un clavo ardiendo por mucho que les queme, un rebaño en el que confundirse para no pensar, me han interpelado con vehemencia: ¿pero tú eres anarquista o eres comunista? ¿en qué quedamos, eres anticapitalista o socialista? ¿eres tal o eres cual?… ¡Aclárate de una buena vez!
Lo peor de todo es que esta gente empeñada en etiquetar y etiquetarse, ni siquiera se da cuenta de que las propias etiquetas están llenas de contradicciones.
Y es que los seres humanos somos así, contradictorios. Salvo quien se empeña en negarse a sí mismo esa cualidad compleja y maravillosa, esa cualidad que permite sacar jugo a la vida.
Algunos se niegan a votar para no legitimar el Sistema; otros no votan porque saben que las instituciones que van a contribuir a conformar no son el verdadero poder; otros permanecen atrapados en el hastío que la clase política ha venido favoreciendo desde tiempo inmemorial… yo mismo estuve ahí durante muchos años —lo proclaman mis etiquetas— y una parte de mí continúa estando ahí.
Pero he tenido hijos, y nietos. Quiero seguir luchando, quiero seguir viviendo a la contra, quiero seguir alimentando mis sueños… y los de ellos. Pero mientras tanto, quiero hacerlo —y que ellos lo hagan— en un mundo un poquito menos injusto, un poquito menos infame, un poquito más armónico, un poquito más feliz.
Guardo aún un ejemplar de la revista Posible dedicado a las elecciones del 77. El programa del PSOE de Felipe González, Enrique Múgica, Nicolás Redondo y Alfonso Guerra se abría con este “Objetivo último: la conquista del poder político por la clase trabajadora y la radical transformación de la sociedad capitalista en sociedad socialista, sin clases”. En fin, nos ahorra todo comentario sobre la deriva de nuestro contexto sociopolítico. Un contexto en el que no nos queda más remedio que irrumpir con un mínimo de dignidad, de sensibilidad con los que sufren, de propuestas para garantizar las verdaderas líneas rojas: los derechos de la mayoría aplastada por malhechores de toda calaña.
Claro que actuar sobre las causas profundas es mucho más difícil, más laborioso, menos gratificante, pero cualitativamente más importante si queremos transformar la sociedad. Sin embargo, algo me dice que en estos momentos puede hacerse lo uno y lo otro: sí, ya sé que algunos me dirán que es una contradicción. Pero me atengo a lo dicho: asumo mis contradicciones.
Escribió Jesús Ibáñez que la derecha pura y dura está escondida en el pasado, moviendo los hilos de los poderes fácticos, y que la izquierda pura y dura está escondida en el futuro: “son los que sepan interpretar el deseo de cambio de que está preñado el mundo”. Eso fue en 1987; el futuro ha llegado, y tengo muy claro quién ha sabido interpretar ese deseo. Voy a dejarme arrebatar por ellos, pero sin entregárselo todo, reservándome esa parte de mí que, entre abrazo y abrazo, continuará exigiéndoles, interrogándolos, dándoles qué pensar, ofreciendo también posibles respuestas, posibles caminos que conecten lo que aquí y ahora es posible con las batallas del futuro.
Fotografía: Ibán Pablo Sánchez (cedida por el fotografiado).