Luz Marina López Espinosa.- Cuando en el año 2005 ciento setenta organizaciones de la martirizada sociedad civil palestina idearon la campaña BDS contra Israel –Boicot, Desinversiones y Sanciones- y llamaron a los pueblos del mundo a acompañarla para con este mecanismo obligar a esta nación a cesar la ilegítima ocupación de su territorio, permitir el retorno de los millones de refugiados desperdigados por la tierra y reconocer los derechos de los palestinos que viven en Israel, no imaginaron que diez años después el tema central de la diplomacia israelí sería criminalizar el BDS. Esto, a través de los medios de prensa que controlan y la presión sobre los gobiernos, motejándolo de movimiento terrorista. Además de la manida impostura de aparejarle el cargo de antisemita.
Por ello, hablar de la campaña BDS y la cruzada mundial del estado sionista para que todos los gobiernos la criminalicen –ya lo hicieron el Reino Unido, Francia y Canadá a despecho de las 352 organizaciones sociales que le reclaman a la Comisión Europea su derecho a apoyarla-, obliga a recordarle al mundo que selectivamente ha cometido un memoricidio, algunos datos de esa historia desparecida. Historia que registra una de las páginas más horrendas de la humanidad, por los niveles de ferocidad barbarie a los que el odio llegó.
Porque lo que ocurre en la Palestina ocupada, que no hay que llamarse a engaños es todo el territorio histórico de esta nación, y aún en Israel con los palestinos que son ciudadanos israelíes, constituye a todas luces, sin discusión alguna, el crimen de Apartheid, un crimen de derecho internacional en este caso más agudo que el del inmediato referente histórico del estado surafricano con la población negra. El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional en el año 2002, y la Convención Internacional sobre la Represión y el Castigo del Crimen del Apartheid de la Asamblea General de la ONU de 1973, lo definieron como “Actos inhumanos cometidos con el propósito de establecer y mantener la dominación de un grupo racial de personas sobre otros grupo racial y oprimirlo sistemáticamente.” Y que nadie honrado desconozca que lo que el estado sionista hace con los palestinos no cumple y desborda en exceso esta definición, a menos que maliciosamente se quiera acudir a la coartada de reducir el concepto racial al color de la piel, para alegar que lo que allí ocurre no tiene relación con esto.
El desenlace del actual drama Palestino que se prolonga ya por 68 años a los ojos indolentes del mundo que cuando se pone en la mesa de discusión el tema habla de los campos de concentración de Hitler como si fueran hoy, comenzó en 1947 cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas –sin autoridad ni fundamento jurídico alguno pero eso ya es otro problema-, resolvió que el territorio de Palestina, ocupado abrumadoramente por palestinos desde hacía centurias y propietarios ancestrales de la casi totalidad de las tierras-, debía partirse para crear dos estados: unos judío, y otro palestino.
No habían dicho lo anterior las Naciones Unidas cuando a los pocos meses, el nueve de abril de 1948, ejércitos paramilitares bajo el ideario del sionismo y con el designio de construir una gran nación en ese territorio que aún no tenía estatus de estado, ejércitos esos que venían consolidándose desde comienzos del siglo cuando el territorio era un Protectorado administrado por el Reino Unido y eran la única fuerza militar organizada en la región, cometieron la primera masacre de las cientos que perpetraron y se seguirían perpetrando hasta este 2016: la de la mayoría de los habitantes del poblado de Deir Yassin, pacífico pueblo palestino de 700 habitantes, crimen que incluyó actos tan abominables como violar a las niñas delante de sus padres para después matarlos a unas y otros, y abrir el vientre de las mujeres embarazadas. Hecho abundantemente documentado en su época, confirmado por la Cruz Roja Internacional y con profusión difundido por la prensa mundial. Hoy totalmente borrado de la historia. Allí, en jurisdicción de ese pueblo, donde al igual que en todos donde operó la limpieza racial y como parte de ésta, se borraron las huellas de la cultura, la tradición, los nombres y aún los cementerios que daban testimonio de quienes los habitaban para imponer la idea de que Israel existía desde tiempos bíblicos, allí las autoridades israelíes levantaron un monumento a las víctimas… del holocausto judío.
Esas fuerzas paramilitares, milicias que no obedecían más que a su fanatismo de ser “raza superior” con derecho y vocación de constituir un estado propio en ese territorio con exclusión de las “inferiores” árabes así fueran estos sus ocupantes y propietarios milenarios de esas tierras, mediante actos de terrorismo -reivindicados abiertamente como tales y legítimos para su causa-, pusieron en obra los propósitos de su ideología discriminatoria: mataron, despojaron y expulsaron a la población árabe de la región en aras de constituir esa entidad política racialmente y culturalmente pura. Esta entidad era el estado de Israel. Era el proyecto sionista de Theodor Herzl, Chaim Weizmann y David Ben Gurión. Este ya había dicho en 1937: “Sabemos cómo hacerlo”. Y a fe que lo sabían según se vio y ve aún hasta hoy con el martirio de Gaza, reconocida como un campo de exterminio y el de concentración más grande del mundo.
“Ocupar, quemar, borrar Palestina” y “Una casa destruida no es nada. Destruid un barrio y comenzaréis a causar alguna impresión” fueron dos de las directrices de Yitzar Rabin en 1947 –posterior primer ministro de Israel y Premio Nobel de la Paz en 1994- cuando comenzó el proceso de limpieza étnica con las masacres de Lydda y Ramla en 1948, dos poblaciones palestinas que se interponían en la “línea sagrada” que unía a Tel Aviv con Jerusalén. La violación de mujeres en Lydda, fue reconocida por Ben Gurion en su diario.
La masacre de Deir Yassin era un mensaje claro y contundente de los ideólogos y ejecutores del proyecto sionista a la población árabe de la región: o se van, o les sucederá esto. Era mediante el expediente de causar el máximo terror sobre una población no organizada militarmente y en consecuencia en imposibilidad de resistir a la agresión de una que sí lo estaba y no respondía a ningún código de conducta, obligarla a huir de lo que era su territorio ancestral. Y no hablaban por hablar: después vinieron 531 masacres en igual número de pueblos y once en territorios urbanos, incluida la importante y rica ciudad de Haiffa, “liberada” en el mismo 1948 con el asesinato masivo de sus habitantes y la expulsión de los sobrevivientes, a muchos de los cuales les impuso morir en altamar. Haiffa, era ciento por ciento árabe ¿y cómo se “desarabizó? La misma fórmula de Ben- Gurión y Titzar Rabin, ahora dada por el jefe de las brigadas sionistas de la región, D. Maklef, posterior jefe del estado mayor del ejército de Israel: “Matad a cualquier árabe que os encontréis …prendedle fuego a todos los objetos inflamables… y forzad la apertura de las puertas con explosivos”.(1)
Fue la Nakba o cruel limpieza étnica que conmemoran con dolor los palestinos, y celebran orgullosos los israelíes, de la cual se cumplen 68 años frente a la cual el mundo civilizado guarda criminal silencio sólo explicado por la hipocresía de sus discursos sobre la justicia y el derecho internacional, amén del intangible e inalienable de todos los hombres de la tierra a vivir seguros, en paz y hasta donde la utopía lo permita, felices en su propio territorio.
En 1948 Israel dio orden a los soldados de matar a niños palestinos mayores de diez años. Esta deshumanización se complementó cuando en 1967 después de la ocupación de ese año, se creó un tribunal especial en el ejército para juzgar y encarcelar niños palestinos, situación que pervive hasta hoy cuando ante los ojos de la hipócrita comunidad internacional, vemos a niños maltratados, heridos y puestos en prisión por soldados que no se avergüenzan ante la presencia de cámaras que los captan armados luchando cuerpo a cuerpo con los pequeños. Cuando no disparándoles a quema ropa.
Esa situación que a cualquiera horrorizaría como recuerdo superado de un pasado ominoso, es del día a día en Palestina. Sí. Hoy Israel en los territorios ocupados, asesina niños sin pudor y sin la menor consideración por lo que la comunidad internacional opine. Y a quien reclame sobre esta atrocidad, se le acusa de antisemitismo. A veces como es común, se los mata simplemente disparándoles a mansalva “porque sí” –siempre será un potencial terrorista y por lo tanto peligroso para la seguridad de Israel-, otra veces, las más piadosas, apenas como “daño colateral” de una acción militar no expresamente dirigida contra ellos. Es cuando Israel “porque sí”, en el 2008 o en el 2009, o el 2014 o cualquier día de cualquier año, decide bombardear un barrio habitado por miles de palestinos inermes, sus casas, escuelas, guarderías y aún los hospitales bajo protección de la ONU, y dentro de los miles de mayores despedazados quedan los cuerpos de 400 o 500 niños. Daño colateral apenas. Culpa de sus padres que no desocuparon el barrio dejando a los niños con ellos para que les sirvieran de escudos.
No es entonces el cargo de sionista un insulto, una agresión o una calumnia que se lanza sobre el estado de Israel y los agentes del poder gobernante –y sus partidarios y electores desde luego-, que allí manda desde 1948. Es una realidad mil veces documentada entre otras cosas con las palabras y libros escritos por los constructores de ese estado. Que hoy, cuando el mundo –el mundo representado en la misma instancia que ordenó dividir Palestina y crear el estado de Israel-, condena al sionismo como racismo, como doctrina de odio y discriminatoria, (2) los epígonos del estado sionista –y otra vez, no se dice como insulto-, esconden ese carácter e ideología, no la enarbolan públicamente, sino que siendo judíos como en efecto son, la enmascaran dentro de esta respetada y respetable tradición religiosa y cultural.
Entonces cuando se tachan los crímenes de Israel y desde lo más honroso de la conciencia de la humanidad se inician campañas como BDS. –Boicot, Desinversiones y Sanciones-, para obligar a Israel a acatar el derecho internación de los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario y poner fin al crimen del Apartheid contra Palestina, se lanza desde Israel, sus embajadas en todo el mundo y sus organizaciones, una agresiva campaña de medios para denunciar la oleada de “antisemitismo”, de odio contra Israel y contra los judíos. Se trae a colación a Hitler, los campos de concentración y el holocausto, y se exige se reconozca “el derecho de Israel a existir”. Y punta de lanza de esta campaña, son los periodistas de todo el mundo a quienes el estado sionista selectivamente escoge para tours pagos por Israel donde les muestra las bondades de ese estado, la pureza moral de su sistema y lo intachable de su democracia, “flor que florece en un desierto, entre un vecindario de abrojos”. Esos periodistas entonces, responden a la atención que se les hizo, y por sus medios hablados, escritos y audiovisuales, atacan el BDS y ciegos y acríticos difunden los comunicados de la embajada y de sus organizaciones, y dicen que “Israel tiene derecho a existir”, que no se debe apoyar el antisemitismo. Son los mismos que callaron en julio del 2014 cuando el mundo horrorizado vio los cuerpos de aproximadamente 2.500 palestinos destrozados, entre ellos alrededor de 450 niños, por los bombardeos de Israel sobre sus casas, orfelinatos, colegios y hospitales. A ninguno de ellos se les ha oído nunca decir “Palestina tiene derecho a existir”.
La verdad más contundente que se puede decir sobre todo esto, es que el mundo tiene una deuda con Palestina. El derecho al retorno a sus hogares por un pueblo despojado de ellos y desplazado en una cruel diáspora que se pretende además de borrar de la historia “normalizar” mediante la admisión de ese estado de cosas como natural y justo, es reconocido y reclamado tanto por el DIH, los DD.HH, el de Gentes o Ius Cogens, la jurisprudencia de las cortes internacionales, como por la conciencia de los pueblos. De todo ello se burla Israel, de ello hace irrisión, al igual que lo hizo con los Acuerdos de Oslo –que le merecieron el Premio Nobel de la Paz a Isaac Rabin compartido con Yaser Arafat-, para proceder a exactamente lo que en el Acuerdo se comprometía a no hacer: aumentar el despojo de tierras y las colonias en ellas, desplazar más palestinos, encarcelarlos, torturarlos y asesinarlos e impedir la constitución de su estado. Por eso, propósito central de la campaña BDS es que a Israel se le imponga la obligación de acatar el derecho internacional, y que el mundo y en particular occidente no le reconozcan el abusivo privilegio de actuar por fuera de él, sin que a su respecto sean vinculantes las Declaraciones, Pactos, Tratados que rigen para otros países y se les exige acatar. Esto, al precio incluso de ser destruidos y asesinados sus ciudadanos por millones si las potencias vestidas con los alamares y usurpando el título de “comunidad internacional” e instrumentalizando a la ONU, sesgadamente consideran que ese Estado se salió de los parámetros trazados en cualquiera de esos Tratados.
Hay sin embargo una parte gratificante en esta historia, que además desvirtúa las imposturas con las cuales se pretende criminalizar al BDS. Tanto en Israel –repárese bien: en Israel-, como en América Latina y en Europa, gestores importantes en el nacimiento y desarrollo de la campaña, son ciudadanos judíos. Personas y organizaciones que ya desde lo nacional, lo religioso o lo cultural, no aceptan, no conciben, que la existencia de su Estado sea a costa del genocidio de un pueblo, de la vulneración de sus más elementales derechos. Y que bajo la coartada de la seguridad para ese Estado y de su “derecho a existir”, se niegue la existencia ya no sólo del Estado sino del mismo pueblo palestino, y en nombre de esa causa se cometan crímenes abominables. Esos judíos son los que al lado de millones de hombres y mujeres de todo el mundo, militan en el mejor partido, el partido de la humanidad.
Luz Marina López Espinosa es periodista de Alianza de Medios por la Paz
En Twitter: @koskita
(1) Walid Khalidi en “Selected Documents on the 1948 Palestine War”, citado por Jorge Ramos en “Rebellion” (www.rebelion.org/noticia.php?id=167142)
(2) Resolución 3379 de la Asamblea General de la ONU del 10-XI-1975 que equiparó el sionismo al racismo, Resolución 3151 del 14-XII-1973 que condenó la “alianza impía” entre el racismo surafricano y el sionismo, al igual que la Declaración de México de la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer en 1975, que proclamó el principio de que la paz exige entre otros, el fin de la ocupación extranjera y del sionismo. Similares condenas han hecho la Asamblea de la Organización de la Unidad Africana, y la Conferencia de Ministros de Países No Alineados.