Carlos Fernández Liria.- Cuando se habla de ‘régimen del 78’ muchos intelectuales mediáticos se rasgan las vestiduras, como si se tratara de una fórmula populista y demagógica propia de una impresentable extrema izquierda marginal y exagerada. Con tanto aspaviento lo que se ha logrado durante estos últimos cuarenta años es hurtar un necesario debate sobre la libertad de expresión y su papel en el orden constitucional.
Se escamotea el hecho indudable de que nuestra supuesta democracia parlamentaria ha venido acompañada de una dictadura mediática estremecedora. Es verdad que ha habido excepciones, pero también las hubo, todo hay que decirlo, durante el franquismo. Sorteando la censura franquista se escribieron muchas novelas excelentes, nada complacientes con el régimen, se publicaron revistas que hoy serían consideradas de extrema izquierda (como Triunfo o Por favor), se hicieron centenares de películas impresionantes con las que muchos de nosotros aprendimos desde niños a odiar la dictadura. ¿Mejoraron las cosas con la llegada de la llamada democracia? En algunos aspectos, pienso que empeoraron y mucho. Una ley de censura se puede sortear. Lo que se llamó luego “libertad de expresión” o “libertad de prensa” era, en cambio, una fortaleza inexpugnable.
En este país nos hemos pasado cuarenta años llamando libertad de prensa a la dictadura de tres o cuatro oligopolios mediáticos. Se ha hablado, incluso, de que los medios de comunicación eran el cuarto poder del Estado de Derecho, un cuarto pilar del orden constitucional que se sumaba al Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Sin embargo, como bien ha señalado a menudo Pascual Serrano, los medios de comunicación han sido el único poder de nuestra sociedad que no ha tenido contrapeso.
El gobierno tiene un contrapoder en la oposición. El empresario, en los sindicatos. El poder ejecutivo, el legislativo y el judicial se limitan mutuamente y se obligan a ceñirse a la Constitución. Pero el poder que tienen los medios de comunicación para apropiarse del uso de la palabra en el espacio público carece por completo de contrapeso. Esto ha hecho que ciertas mentiras sean imposibles de combatir. ¿Cuáles? Todas aquellas que convengan en general a los grandes consorcios empresariales de la prensa privada. Y son muchas las mentiras en las que los oligopolios mediáticos no tienen interés en llevarse la contraria, pues las grandes empresas, por mucho que compitan entre sí, no dejan por ello de ser lo que son: grandes empresas.
¿Cómo se logra este efecto sin ejercer la censura? Con otra forma de censura, que se llama paro y despido. Lo he dicho muchas veces: durante cuarenta años de democracia se ha ejercido una censura brutal y salvaje, consistente sencillamente en no contratar a quien no comulgaba a priori con la línea editorial o mediática de los poderes fácticos. Y en despedir a quien se salía de la norma establecida. Se puede decir que los medios de comunicación pasaron así de la esclavitud y la servidumbre feudal al capitalismo salvaje.
Los amos ya no tienen que obligarte a nada porque, ahora, o tragas con lo que hay o te quedas en el paro. Esta alternativa fatal te puede llevar a trabajar en Telepizza o en El País, pero la lógica es la misma. Que un periodista de El País o de El Mundo pretenda que es independiente diciendo -como una vez me dijo uno de ellos- que “a mí nunca me han llamado para decirme lo que tengo que decir”, raya en el sarcasmo, porque es bien claro que ese sujeto ha sido contratado precisamente porque no hacía falta llamarle para que supiera muy bien lo que tiene que decir.
Esta falta de contrapeso y esta amenaza de censura totalitaria (pues aquí sí que es o todo o nada), ha hecho que, durante cuarenta años de supuesta democracia, hayamos asistido a un monopolio del derecho a mentir estremecedor. Pero lo peor es que esta modalidad de censura, al contrario que la franquista, se disfraza muy exitosamente de libertad de expresión. Es por esto por lo que periódicos como El País son tan infinitamente abyectos, mucho más aún que la vieja censura franquista.
Afortunadamente, asistimos cada vez más al ocaso de esta dictadura mediática. La razón es muy simple (y explica tantos espumarajos de rabia por parte de nuestros inetelectuales más mediáticos): la prensa escrita cada vez tiene menos poder y los medios de comunicación de masas tienen, ahora, que competir con Internet. De pronto, resulta que se han quedado con la escopeta del abuelo y cuanto más la monopolizan, más se queda desfasada. Eso es indudable y, sin duda, ha cambiado por completo el panorama.
Sin embargo, por mi parte (ya lo he dicho muchas veces), no creo mucho en que esta sea la definitiva y la única solución. La escopeta del abuelo, puede quedarse anticuada, pero sigue matando. Las redes sociales y la comunicación en Internet han cambiado por completo la correlación de fuerzas, eso es indudable. Han inutilizado (relativamente) una institución totalitaria, pero no han puesto en su lugar una nueva institución. Habrá, sin duda, quien considere que esto es una virtud. Yo no. Sigo pensando que no hay que renunciar a lo que he defendido tantas veces: estatalizar la prensa.
Ya sé que es una fórmula que provoca cierto rechazo, pero se puede explicar. Se trata simplemente de instituir la independencia profesional del periodista, del mismo modo que los profesores tienen libertad de cátedra y los jueces tienen blindado el ejercicio libre de su función. En el terreno de la enseñanza, la libertad de cátedra termina en el ámbito de la enseñanza privada, donde un profesor puede ser despedido por no ceñirse a los dictados de la empresa que le contrató. En el ámbito de la Justicia se consideraría obviamente una catástrofe que los jueces pudieran ser cesados por dictar sentencias que no convinieran a determinados grupos empresariales. En ambos casos la libertad de cátedra y la independencia judicial se soportan en el carácter estatal de dichas instituciones.
Por contraste -y esto demuestra lo mucho que nos han comido el coco al respecto- la idea de estatalizar la prensa se considera siempre una extravagante ocurrencia totalitaria. Se confunde aquí muy interesadamente la idea de una prensa estatal con la de una prensa gubernamental. Es tan absurdo como decir que la enseñanza pública es gubernamental o que es una ocurrencia totalitaria. Lo mismo que sería pretender que, como siempre se corre el peligro de que el gobierno manipule el poder judicial, lo mejor sería… ¿qué? ¿una justicia privada? Una prensa privada es tan incompatible con la libertad de expresión como una justicia privada sería incompatible con la justicia.
Los periodistas deberían acceder a los medios de producción de información y comunicación a través de un sistema de oposiciones, con tribunales que juzgaran en sesión pública según baremos aprobados por el poder legislativo. Deberían poder ejercer su función sin temor al despido, por periodos también acordados por la ley. De este modo, habría tanta libertad de prensa como libertad de cátedra en la enseñanza pública. En la situación actual, hay tanta de la primera como de la segunda en la enseñanza privada: ninguna. Los profesores de la enseñanza privada saben perfectamente que no pueden mantener su trabajo más que adecuándose a las exigencias ideológicas de la empresa que los contrató. Lo mismo ocurre con los periodistas y con ese ejército de intelectuales tan queridos por nuestros medios de comunicación.