Iñaki Gil de San Vicente.- Sorprenderá semejante título precisamente ahora, cuando tras los devastadores efectos del neoliberalismo con su tesis de «menos Estado, más mercado», han resurgido las loas al Estado desde el reformismo neokeynesiano en todas sus expresiones, sean independentistas vascas o centralistas españolas, e incluso desde sectores de la gran burguesía imperialista que han “descubierto” que necesitan un «Estado fuerte» que ponga un poco de orden en el caos global. Pero también puede sorprender el título a quienes, desde tesis anarquistas o autonomistas extremas, piensen que, como ha dicho alguien, puede hacerse la revolución sin tomar el poder, sin construir un Estado propio cualitativamente diferente al Estado opresor.
Para mediados del siglo XIX surgen tres corrientes sobre el Estado dentro del socialismo utópico: su aceptación por el lasalleanismo, incluso con apoyo de grandes banqueros; la anarquista de rechazo absoluto, y la comunista utópica de Estado insurreccional. La teoría marxista empieza a formarse desde 1842-43 subsumiendo al comunismo utópico y anarquismo en una concepción sistémica que, a diferencia del lasalleanismo, bernsteinismo, socialismo de cátedra; marxismo legal, académico, estructuralista, analítico…; modas post…, etc., se autocritica y enriquece con la lucha de los pueblos. Desde finales del siglo XIX la socialdemócrata es fuerza salvadora del capitalismo; el anarquismo se estanca fracasando siempre en la práctica; y el marxismo demuestra una sorprendente capacidad de recuperación y concreción después de la degeneración burocrático-estalinista, mostrando a la vez su eficacia como matriz teórica del pensamiento crítico.
Para desarrollarse plenamente, el capitalismo necesita del Estado, que es la forma política del capital. Sin este poder centralizado su supremacía económica y cultura será limitada e incierta. En Euskal Herria, el capitalismo sólo pudo imponerse política, jurídica y socioculturalmente gracias a dos agresiones militares apoyadas internamente por la burguesía autóctona. La revolución de 1789 instauró la dictadura del Estado francés sobre Iparralde, acabando definitivamente con los débiles restos de la forma-Estado preburguesa que respetaba mal que bien las leyes forales que beneficiaban ante todo a la agotada clase de los jauntxos propietarios. En Hegoalde la victoria político-estatal del capitalismo sólo pudo imponerse mediante dos guerras de resistencia nacional preburguesa llamadas «guerras carlistas» por la historiografía oficial. En ambos casos, nuestro pueblo dispuso de una forma-Estado preburgués que le permitió resistir a esos ataques. La resistencia de Hegoalde fue bastante más tenaz que la de Iparralde porque el Estado español era mucho más débil. En ambas partes vascas, eran sus clases dominantes en declive ante el ascenso burgués las que se amparaban en sus derechos forales para dominar al pueblo y reprimir sus luchas, muchas veces con la ayuda francesa y española para aplastar las matxinadas, revueltas y motines populares.
Aunque Euskal Herria ya estaba integrada económicamente en el capitalismo europeo desde los siglos XV-XVI, su brutal absorción política irreversible e imprescindible fue realizada mediante presiones crecientes, y desde finales del s. XVIII atroces guerras y represiones –ocupación francesa, Guerra de la Convención, Guerras Napoleónicas, guerra de 1870, «guerras carlistas», gamazada, etc.-, inseparables de sucesivas alianzas entre clases vascas propietarias y las burguesías francesa y española. Sangría sistemática de desnacionalización preburguesa posible en último término porque esas clases explotadoras iban dándose cuenta que el Estado es la forma política del capital y que, por tanto, necesitaban de la implantación a cualquier precio de los Estados español y francés en tierras vascas, para destruir los obstáculos forales que frenaban su acumulación de capital.
Forma política del capital quiere decir que el Estado centraliza estratégicamente, y muchas veces tácticamente, también y sobre todo en los simbólico y axiológico, los procesos concretos de reproducción ampliada del capital, no ciñéndose exclusivamente a los procesos represivos y meramente productivos. Es forma política porque, en este sentido esencial, la política es la quintaesencia de la economía, es decir, de la acumulación ampliada. Dinámicas particulares, específicas, de explotación y producción tienen autonomías relativas porque se realizan bajo estructuras e instituciones paraestatales y extraestatales, pero todas ellas supeditadas en definitiva y última instancia al dictado de la acumulación ampliada del capital, acumulación que el Estado garantiza y vigila estratégicamente en lo esencial.
Según la socialdemocracia no hay que acabar con la acumulación ampliada mediante un Estado obrero vigilado por la democracia socialista, sino al contrario, hay que aplastar al movimiento revolucionario antes de que instaure su Estado obrero. La tesis anarquista sostiene que es posible acabar con el capital sin recurrir al Estado obrero, sólo mediante la iniciativa autogestionada y libertaria del pueblo en armas, con su creatividad. Un embrión fugaz del Estado obrero es, por ejemplo, la huelga general y sobre todo insurreccional, y aquí tanto el anarquismo como el socialismo vascos demostraron su eficacia en 1890-1923 y 1931-36. El heroísmo anarquista mostró su cualitativa superioridad sobre el pasivo PNV, pero también su límite estructural en la Gipuzkoa del verano de 1936, en la Comuna de Donostia, así como en toda la guerra. Las reducidas corrientes marxistas –pro-URSS, cercanas a Trotsky y a Rosa Luxemburg- fueron presa de su pequeñez y del drástico cambio de la III Internacional de 1935 hacia el frente populismo.
La Euskal Herria posterior a 1945 está determinada por la militarización antisoviética, la hilera de crisis desde los ’70, la UE y la Gran Crisis desde 2007. La financiarización mundial recorre y fuerza esta dinámica confirmando la inexistencia de una «burguesía nacional» capaz de inmolarse por la independencia vasca. Si no ocurrió en los capitalismos de 1936 y 1978, menos ahora. La primacía financiera, la mundialización de la ley del valor y la Gran Crisis confirman el error del anarquismo sobre la no necesidad de un Estado vasco que, ahora y en el futuro, es más necesario que nunca para conquistar la libertad. Un Estado vasco que sea la forma política del trabajo en contra de la forma política del capital.
Ahora bien, desarrollar día a día la forma política del trabajo como identidad del futuro Estado implica minar en la medida de lo posible la acumulación ampliada de capital en cuanto opresión nacional, transformándola en acumulación ampliada del trabajado en cuanto inseguro embrión del independentismo socialista, endureciéndose la lucha de clases inseparable del avance independentista. Pero esta lógica lleva inevitablemente a la forma política del trabajo a una creciente contradicción con el interclasismo de quienes buscan un Estado vasco neutral, indefinido en su esencia de clase. Bajo la dictadura de la propiedad burguesa, todo Estado es una máquina de dominación de una clase sobre otra, y de reducción de una nación a propiedad de un Estado ocupante. Avanzar hacia la propiedad colectiva, socializada, choca con el interclasismo abstracto e imposible como «un Estado en el que todos vivamos mejor». Por su mismo fin, el Estado obrero como mal menor transitorio avanzará en su autoextinción simultánea a la extinción de la propiedad privada. En este objetivo irrenunciable coinciden esencialmente marxismo y anarquismo, y les enfrenta a muerte con el capital.
NOTA: Texto escrito para Herria 2000 Eliza. Número dedicado al debate sobre el futuro Estado vasco.
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