Carlo Frabetti.- Al escribir mi artículo El pitufo tontorrón (El Hurón, 23 de abril de 2016) di por supuestas dos cosas: primera, que era evidente que tanto su título como su contenido aludían a las recientes amonestaciones de Pablo Iglesias a IU, a la que poéticamente identificó con el pitufo gruñón, y, segunda, que el síndrome del pitufo gruñón (SPG) es algo tan conocido como, pongamos por caso, la PMT (tensión premenstrual) o el TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad); pero una serie de comentarios suscitados por mi artículo me hacen pensar que pude equivocarme en lo que respecta al segundo supuesto; incluso es posible que Iglesias no estuviera pensando en el SPG al hacer su amonestación poética y que su intención no fuera llamar andropáusicos a sus colegas-rivales de IU, sino solo gruñones. No siempre se acierta al pensar mal, y pido disculpas si he visto en los comentarios de Iglesias más malicia de la que en realidad había.
En cualquier caso, no está de más aclarar que el SPG, también conocido como síndrome de irritabilidad masculina, se asocia con la andropausia (descenso del nivel de testosterona debido al envejecimiento) y afecta a un buen número de varones de más de cuarenta años; la consabida “crisis de los cuarenta” y el hecho de que el término “treintañero” de paso al de “cuarentón” tienen que ver con este difundido síndrome, cuyos síntomas más frecuentes son hipersensibilidad, ansiedad, frustración, irritabilidad, impaciencia, sensación de cansancio y merma de la autoestima.
¿Tendrá esto algo que ver con el hecho de que algunos de mis camaradas históricos estén derivando de forma alarmante hacia la socialdemocracia? Un par de ellos decían no hace mucho en un debate público, con estas mismas o muy parecidas palabras: “Esto no puede seguir así, y puesto que es necesario y urgente que las cosas cambien, ha de haber una opción de cambio viable y, por eliminación, esa opción tiene que ser Podemos”. Puro pensamiento desiderativo, hijo de la impaciencia y la frustración continuada. Otro querido amigo y camarada decía en un reciente artículo, burdamente electoralista, que estaba harto de ser un eterno disidente, y lo decía con una sospechosa -por lo insólita en él- mezcla de irritación, cansancio y solapada merma de la autoestima política. Y otro conocido intelectual de izquierdas -uno de los hombres más inteligentes y con la cabeza mejor amueblada que conozco- de un tiempo a esta parte se declara “reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico”, lo cual, al parecer, conduce a disparates tales como decir que es lo mismo comerse una manzana que a un cordero, o que la OTAN ha segado algunas vidas pero ha salvado otras (igual que Hitler, que mató a algunos judíos pero salvó a más de un ario del cáncer de pulmón con su antitabaquismo radical).
¿Qué tienen en común estos viejos camaradas -y algunos más- recientemente abducidos por el podemismo u otros avatares de la socialdemocracia? Pues eso: que empiezan a hacerse viejos. ¿Puede el descenso del nivel de testosterona, al traducirse en frustración e impaciencia, tener graves consecuencia ideológicas? Me cuesta creerlo; pero todavía me cuesta más creer que, después de tantas peripecias intelectuales y políticas, algunos de mis camaradas más lúcidos se apunten alegremente al circo de los pitufos. Aunque en realidad decir que me cuesta creerlo es un eufemismo, pues no se trata de un mero problema de comprensión; lo cierto es que las deserciones de mis amigos me ponen cada vez más furioso y me generan una creciente ansiedad. Será que a mí también me está afectando el síndrome del pitufo gruñón.
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