Querido Alfonso:
El 20 de febrero cumples noventa años. Siento una especie de vértigo interior al decirlo, pues eso significa que hace la friolera de cincuenta y seis años (y parece que fue ayer, valga el tópico) que, con un grupo de compañeros de colegio, monté una lectura dramatizada de Escuadra hacia la muerte. Fue mi primera incursión en el teatro y el comienzo de una relación intelectual que me cambió la vida, aunque solo muchos años después se convertiría en relación personal.
Cuando “perdí la fe”, como tantos adolescentes de mi generación formados en colegios religiosos, sentí la necesidad imperiosa de buscar nuevos referentes intelectuales y morales. Paradójicamente, el primero lo encontré en mi libro de religión, en el que había un apartado titulado Voltaire, enemigo de la Iglesia; en él se hablaba del gran pensador francés en unos términos tales que me faltó tiempo para buscar sus escritos. Y el segundo fuiste tú, y por razones parecidas (las feroces críticas que te hacían desde el nacionalcatolicismo), aunque en el momento de suicidarme en escena interpretando a uno de tus personajes aún no sabía que aquella muerte ficticia era el prólogo de un renacimiento real.
Algunos años después, ya convertido en joven militante anticapitalista, descubrí a Eva Forest, y el tópico de que detrás de un gran hombre hay una gran mujer fue desplazado por la evidencia de que una gran mujer no cabe detrás de ningún hombre, por grande que este sea. Cuando un gran hombre y una gran mujer van juntos, solo pueden ir el uno al lado de la otra, codo con codo, compartiendo en pie de igualdad una empresa tan grande como ellos. Y cuando el hombre y la mujer que van juntos son los más grandes, ética e intelectualmente hablando, esa empresa común solo puede ser la empresa suprema: la insobornable lucha por un mundo más justo y más libre, por una sociedad equitativa y fraterna; la lucha revolucionaria, en una palabra.
Aún tendrían que pasar muchos años para nuestro primer encuentro personal, en el que ambos exclamamos a la vez: “¡Por fin!” (aunque eran dos “porfines” muy distintos: para ti, nuestra relación a distancia había comenzado hacía poco, mientras que yo llevaba cuatro décadas siguiéndoos a Eva y a ti en calidad de admirador y discípulo). Y ya somos tan mayores que hasta ese encuentro relativamente reciente empieza a ser historia.
Y de esa historia común tan cuajada para mí de hitos inolvidables, déjame recordar, como modesta celebración de tu nonagésimo cumpleaños, la larga entrevista conjunta que en 2003 nos hicieron en la televisión cubana a Eva, a Irene Amador, a ti y a mí. En ella dijiste, entre otras cosas memorables, que la hostilidad del mundo capitalista hacia Cuba se debe, sobre todo, a que la revolución cubana ha demostrado que el socialismo es posible incluso en las circunstancias más adversas, y que eso ha servido de ejemplo y acicate para los demás procesos emancipatorios latinoamericanos y para todos los revolucionarios del mundo. Y hoy recuerdo precisamente esa afirmación tuya porque, análogamente, Eva y tú habéis demostrado que la honradez intelectual insobornable y la lucha revolucionaria sin concesiones son posibles y necesarias en el seno mismo del capitalismo más brutal, en el corazón mismo de la bestia. Habéis sufrido marginación, cárcel y tortura en un país (es un decir) que debería haberos honrado como máximos exponentes de la verdadera cultura -que es y solo es la que nos hace mejores y más libres-, y como dices en uno de tus poemas, no han conocido el suelo vuestras rodillas. Y eso, en un país de lacayos, no se perdona.
Gracias, Alfonso, gracias Eva, por alumbrar el camino y por darnos fuerzas para seguir avanzando. Hasta la victoria siempre.
Carlo Frabetti