Iñaki Gil de San Vicente.-
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En la historia de la izquierda independentista vasca el concepto de movimiento popular –herri mugimendua– ha hecho referencia a diversas prácticas de luchas de masas contra opresiones específicas que tenían unas constantes básicas desde su inicio, pero que fueron cambiando en sus formas y expresiones externas debido a los orígenes, ascenso y avances, período de esplendor, nuevos ataques represivos y desorientaciones internas. La base histórica no era otra que la pervivencia más o menos fuerte de costumbres societarias que nos remiten a la larga pugna entre formas de propiedad colectiva, comunal y comunista, y formas de propiedad privada e individualizada. La historiografía oficial, dominante, ha negado o silenciado esta parte, la de las resistencias de las masas explotadas. Detengámonos un poco en la historia reciente porque es la base actual de nuestra tesis.
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El problema de cómo agilizar, coordinar y dirigir políticamente las interacciones entre las diferentes resistencias contra las diferentes formas de opresión, explotación y dominación inherentes al capitalismo, surgió casi al instante en el que las clases trabajadoras aprendieron que, además de la explotación asalariada, sufrían otras formas de explotación, opresión y dominación. Tal cosa empezó a ocurrir durante el mismo tránsito de la explotación manufacturera domiciliaria a la del taller y de aquí a la fabril, al extenderse a la vez todos los sectores necesarios para la reproducción del sistema, cada vez más compleja, variada y difícil. Todas las izquierdas y todos los reformismos debatieron estas cuestiones cada vez más cruciales; también lo hizo la sociología como expresión más plena de la producción de ideología burguesa.
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Según avanzaba la industrialización en Europa y con ella las oleadas pre revolucionarias y revolucionarias, y las respuestas reaccionarias y contra revolucionarias, daban vida a diversas corrientes teóricas. La burguesía aprendió a crear sus propios «movimientos sociales» cristianos, republicanos, militaristas y fascistas. La industrialización de otros continentes con economía campesina y extensas propiedades comunes o de uso rotatorio también generó los mismos problemas en esencia, aunque con formas diferentes. En Europa la liquidación brutal de los bienes comunes, de la pequeña propiedad campesina y artesanal, etc., dejaba un recuerdo de cierta socialidad colectiva opuesta al individualismo burgués: muchas prácticas de lucha obrera y popular se basaron en la adecuación de dicha socialidad horizontal a las condiciones de lucha bajo la explotación fabril, y muchos movimientos sociales también. Con sus expresiones diferentes, otro tanto ocurrió luego y está sucediendo ahora en América Latina, África y Asia.
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El movimiento popular, tal cual se expresa en cada momento, es uno de los más eficaces para mantener viva, transmitir y adecuar a las nuevas realidades esta memoria porque su área de vida es precisamente luchar contra el conjunto de opresiones, explotaciones y dominaciones que se sufren «fuera» de la explotación directamente asalariada, laboral, fabril y reproductiva en el sentido decisivo de explotación patriarco-burguesa, pero que están directamente relacionadas con ella porque también afectan a la toda la vida cotidiana reproductora del pueblo trabajador en su conjunto. Es por esto que, como veremos, existen tantos lazos prácticos inmediatos entre los concretos movimientos populares y el movimiento antipatriarcal y el de la lucha de la clase trabajadora. Además, esos lazos tienden a multiplicarse en la medida en que el capitalismo multiplica y multidivide las formas de explotación dentro de las empresas y en la sociedad entera.
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Según nuestro criterio, el movimiento popular y la clase trabajadora existían antes de la definitiva industrialización del capitalismo vasco desde finales del siglo XIX, industrialización que se basó en el poder político-militar conquistado por la burguesía de Hego Euskal Herria gracias a los ejércitos del Estado español en sus guerras de ocupación sostenidas durante el siglo XIX y asegurada en 1936-1939. Un movimiento popular y una clase trabajadora pre industrial, campesina, artesanal y urbana, de pequeñas ferrerías, astilleros y talleres, pero muy luchadora en defensa de los derechos comunales y de las leyes forales que, mal que bien, le garantizaban una seguridad vital mínima comparada con la total indefensión y precariedad inherente a la explotación capitalista, sobre todo tal cual se imponía brutalmente mediante el terrorismo burgués desde finales del siglo XVIII y buena parte del XIX.
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No tenemos tiempo para ver la evolución del movimiento popular desde finales del siglo XIX con la rápida formación de la clase obrera industrial y con los subsiguientes cambios en el pueblo trabajador. Un momento crítico en esas transformaciones y en la rápida y caótica formación de la «nueva» clase obrera en aquella fase capitalista fue el abierto por la derrota militar de 1876 y la inmediata ocupación de Hego Euskal Herria por las tropas españolas, las resistencias populares masivas, no violentas y pacíficas en su mayoría, la incapacidad de la administración española para hacerse cargo de la complejidad del sistema foral vasco y, por ello, el acuerdo entre la burguesía española y la vascongada para obtener su integración total en el Estado español a cambio del Concierto Económico, que prestaba facultades financieras y administrativas a la burguesía vascongada a cambio de un tributo al ocupante y de mantener el orden capitalista español en tierras vascas, como sigue ocurriendo hasta ahora.
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Con la industrialización militarmente asegurada, la Primera Guerra Mundial y la crisis de 1929 estallan las contradicciones que aparecen gubernamentalmente en 1931 y en la práctica en los cambios sociopolíticos dentro de los nacionalismos vasco y español en Hego Euskal Herria, que no podemos detallar ahora. Bajo la dictadura militar de 1923-1931 se generan teorías y prácticas revolucionarias que anuncian procesos de concordancia y acuerdo que darán sus frutos parciales cuando, tres décadas más tarde, en la mitad del siglo XX, maduren las condiciones. Mientras tanto, el movimiento popular debe adaptarse, resistir y responder a las duras condiciones de una dictadura -1923-1931-, una II República española surcada de rebeliones populares y de masacres represivas pero duramente españolista en su esencia -1931-1936-, y una guerra de invasión internacional nazi-franquista y a la vez de lucha de clases entre vascas y vascos que abarca a la toda Euskal Herria-1936-1945.
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Sin esta prolongada experiencia práctica acumulada durante aproximadamente sesenta años, desde la década de 1880 a la de 1940, con sus derrotas y pequeños logros, hubiera resultado muy difícil al pueblo vasco explotado por el franquismo empezar a resistir de nuevo en la segunda mitad de la década de 1940. Existe una memoria de lucha que sobrevive en sectores sociales, familias con conciencia, grupitos clandestinizados y hasta personas que en su soledad individual no renuncian a sus valores de justicia, que los guardan y alimentan en silencio o que los transmiten de variadas formas.
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Hay que preguntarse sobre si los débiles grupos de ayuda a las prisioneras y prisioneros bajo el franquismo de 1937 en adelante era un movimiento popular o no; o en qué medida eran indicios de movimiento popular entroncado en el movimiento obrero de las huelgas sociopolíticas de la segunda mitad de los años cuarenta e inicios de los cincuenta, así como las prácticas defensivas autoorganizadas de ayuda mutua popular y de atisbos de grupos vecinales en las insoportables barriadas obreras; sí podemos hablar de embriones de movimientos populares en los grupos que entre la década de los años cincuenta y los sesenta fueron organizándose para mantener y recuperar elementos claves de la cultura, lengua y folclore euskaldun, para mantener vivas y hasta recuperar del olvido fiestas populares en la que latían contenidos democráticos y horizontales inaceptables por el franquismo y el nacional-catolicismo: carnavales, inauteriak, gabonak, olentzero, mitología pagana editada en libros, grupos de apoyo a la lengua vasca, proliferación de sociedades gastronómicas y deportivo-culturales en barrios y pueblos, etc.
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Es cierto que estos embriones eran impulsados también por la poca militancia de las muy perseguidas organizaciones, partidos y sindicatos que se arriesgaban a la doble militancia, es decir, a actuar en esos grupos, sociedades, colectivos, asociaciones y demás, en la que podían quedar al descubierto más o menos pronto debido a provocaciones policiales o por simples errores de seguridad, voluntarismo, etc. Pero lo hacían. Aquellos riesgos que a veces rozaban el heroísmo por la existencia de torturas, multas, años de cárcel y hasta ostracismo y destierro, además de la marcha al extranjero, fueron decisivos para asentar lo que luego sucedió. Por otra parte, era inevitable que existieran personas militantes clandestinas en los embriones de los movimientos, como existían en los sindicatos oficiales y en asociaciones legales incluso próximas al franquismo y a la Iglesia, lo era, como decimos porque esa es una de las tareas básicas de la militancia política: enriquecer la dialéctica entre la organización y la autoorganización. Hablamos del sempiterno debate sobre las relaciones entre «conciencia» y «esponentaneidad».
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A mediados de los años sesenta se inicia la fase definitiva, simbolizada en la creación de una ikastola infantil en un piso de Iruñea. Rápidamente en comparación a la anterior fase se van tejiendo redes que van más allá de la complicidad para expresarse en una autoorganización popular relacionada de alguna manera con grupitos clandestinos conscientes de la necesidad de esos esfuerzos tan arriesgados. Se produce el salto porque se han agudizado sobre todo cuatro contradicciones: los efectos del desarrollismo franquista, la llegada de migrantes, la lucha nacional representada por ETA que remueve todas las conciencias y la revalorización de la identidad vasca en peligro. No es casualidad que sea en Iruñea en donde confluyan más radicalmente estas y otras contradicciones, aunque su velocidad de propagación al resto de Euskal Herría es casi instantánea para las condiciones de la época.
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La lucha de clases por mejores condiciones salariales y laborales, muchas veces defensiva ante la voracidad de la patronal, azuza el surgimiento de movimientos populares varios, desde las asociaciones vecinales hasta deportivo-culturales, etc., siempre con la presencia de las mujeres que se enfrentan también al patriarcalismo de la sociedad vasca. Es en esta fase decisiva cuando se hace irreversible, por ahora, una de las señas identitarias casi exclusiva del movimiento popular vasco: el arraigo de lo común, de lo colectivo, de la ayuda mutua y su forma horizontal de plasmación, una forma que se muestra en la misma arquitectura interna de los locales populares, en los que siempre hay un decisivo espacio material y simbólico de praxis común como es la cocina comunitaria, y si no ha podido montarse la cocina como tal, casi siempre se organiza una comida a escote, pero apenas falta, por ahora, la praxis colectiva alrededor de lo que más une.
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La cocina colectiva -el «hogar» en antropología- como espacio material y simbólico de reforzamiento de la identidad grupal es una realidad precapitalista que la nobleza marginó y que la burguesía intentó destruir desde el siglo XVII con el individualismo mercantilizado, con la familia monogámica y su domicilio aislado, y con el arrasamiento de las tierras comunales y de las pequeñas propiedades del campesinado empobrecido. Romper los cordones umbilicales que unían al primer proletariado industrial con las redes comunitarias de convivencia social y resistencia que pervivían en su memoria y hasta en su presente al simultanear la explotación asalariada con el trabajo campesino, este corte de raíz fue una obsesión de todas las primeras burguesías occidentales, y sigue siéndolo ahora en los pueblos en los que todavía existen bienes comunales y campesinas y campesinos empobrecidos con relaciones cotidianas con las masas empobrecidas de las aglomeraciones urbanas del llamado Tercer Mundo. Veremos cómo el Estado español adaptó estas tácticas a las condiciones vascas.
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La fase del esplendor anuncia su llegada con las masivas movilizaciones contra el proceso de Burgos de diciembre de 1970. Sin el movimiento popular la deslegitimación de tamaña barbaridad no hubiera sido tan decisiva. En 1973 llega a Euskal Herria la demoledora crisis socioeconómica mundial que es respondida por una feroz lucha de clases defensiva que pronto se hará ofensiva al emerger la esencia política revolucionaria que siempre late oculta en la menor lucha sindical defensiva, economicista y reformista. El movimiento obrero y el popular se fusionan en muchas luchas en las que crece el movimiento antipatriarcal, a la vez que el de pro-Amnistía irrumpe majestuosamente muy unido a otros que crecen en el interior del pueblo trabajador e incluso en sectores de la mediana burguesía como el de la reuskaldunización. La llamada «Semana Pro Amnistía» de mayo de 1977 sintetiza la fuerza acumulada hasta ese momento.
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La nuclearización ideada por el Estado español y la burguesía vasca en el llamado «Pacto de Olabeaga» de 1956 encuentra nula oposición al principio pero crecerá hasta formar un potentísimo movimiento antinuclear que, en interrelación con otras formas tácticas de lucha, vencerá a comienzos de los años ochenta, justo cuando la alianza burguesa vasco-española inicia el gran ataque estratégico contra el pueblo trabajador y su corazón y cerebro la clase obrera industrial que lleva un siglo de vida y combate. Para entonces, se ha diversificado y enriquecido el movimiento popular enfrentándose a casi todas las formas de explotación, dominación y opresión que sufre nuestro pueblo. El rotundo NO a la OTAN dado por Euskal Herria en el referéndum de 1986 y la sólida raigambre del MLNV que también se plasma en la fuerza electoral de Herri Batasuna son solo dos muestras de la importancia del movimiento popular en aquellos años.
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1986 puede considerarse como el comienzo de la ofensiva estatal contra el movimiento popular, extendiendo la ofensiva represiva iniciada por el PSOE con el Plan ZEN de 1982-1983. El capital, es decir, la relación social de poder y explotación en su esencia, decide que no se puede tolerar la existencia de una fuerza revolucionaria tan potente como la del MLNV en el corazón de Europa. Significativamente es en 1986 cuando son impulsados los «movimientos sociales» por la «paz» y otros, siendo el primero de ellos el llamado Gesto por la Paz. Se trata de aplicar en Euskal Herria la doctrina de guerra de baja intensidad ya enunciada en el Plan ZEN, uno de cuyos capítulos es el de la guerra psicológica para desilusionar y dividir al pueblo. Es un ataque general para destruir el sujeto revolucionario que va creándose desde la clase obrera industrial de finales del siglo XIX hasta el pueblo trabajador que a finales del siglo XX lucha por la independencia socialista en el seno de Europa. Además de desindustrializar el país para acabar con la «cultura del hierro» también hay que acabar con el movimiento popular inherente a ella.
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Surge en este período un debate al que volveremos luego, sobre las relaciones entre los movimientos populares y los movimientos sociales. Herri mugimendua o movimiento popular tiene en la cultura vasca un contenido más profundo, referencial y emancipador más pleno y radical que el de gizarte mugimendua, o movimiento social en su traducción a la lengua española. Aquí es decisivo el significado que tiene el concepto de «pueblo» para una nación oprimida como la vasca, con un complejo lingüístico-cultural muy diferente a las lenguas de raíz latina, a diferencia del simple concepto de «sociedad». Por ejemplo, Euskal Herria o pueblo del euskara tiene más profundidad conceptual, social e histórica que euskal gizartea o sociedad vasca. No es casualidad que sean las personas y colectivos con identidad vasca los que empleen el primero, mientras que empleen el segundo quienes apenas tienen identidad vasca o la tienen totalmente española.
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Sin retroceder mucho en el pasado, la aparición moderna de los movimientos sociales se produjo a partir de la década de 1960 en el capitalismo imperialista como efecto de las transformaciones introducidas por el keynesianismo, taylor-fordismo y similares políticas de integración y neutralización aplicadas por la socialdemocracia, etc. La acción sindical se integró en la burocracia de compra-venta de la fuerza de trabajo. Los partidos comunistas oficiales compartimentaron su vida política desde un verticalismo dirigista que impedía cualquier libertad de crítica y acción. La URSS perdía rápidamente el prestigio heroico ganado al vencer al fascismo en 1941-1945.Ya antes del neoliberalismo y del posmodernismo, surgieron intelectuales que hablaban de la extinción del proletariado y de la lucha de clases, de la sociedad post industrial y de servicios, etc., mientras que crecía la llamada «clase media» y en la universidad un aluvión de jóvenes generalmente de la pequeña burguesía y «clases medias», y de familias trabajadoras con salarios altos sentían cómo el sistema les obstruía un futuro diferente.
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Varias cuestiones atrajeron la inquietud de estos sectores: la emancipación de la mujer, la ecología y la nuclearización, la sexualidad y otras formas de vida en común, la cultura, el antiimperialismo, otra forma de entender la política, etc.: en aquellas condiciones estos movimientos eran progresistas y hasta revolucionarios, sobre todo cuando conectaron con corrientes marxistas y anarquistas. La intensificación y la extensión de la lucha de clases desde 1968 en adelante demostró cuánto podían aportar los movimientos sociales de izquierdas. En esas mismas fechas, la opresión nacional vasca hacía que aquí crecieran los movimientos populares insertos en la raíces de la realidad.
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La lucha de clases reactivada en lo político en 1968 fue más que simple «lucha de clases» en su sentido escuetamente salarial, gracias en gran medida a los movimientos sociales con contenido revolucionario. La represión desencadenada posteriormente y las medidas neoliberales aplicadas desde mediados de los años setenta golpearon al ala izquierda de los movimientos, debilitándolos. Según avanzaban los años ochenta fue apareciendo la «industria de las ONG», de movimientos sociales correas de transmisión de partidos, sindicatos, iglesias, empresas y fundaciones bajo la excusa de «gastos sociales» para ahorrar impuestos, etc., por no hablar de sus funciones en la contrainsurgencia y guerras de baja intensidad.
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Se fue creando un «servicio asistencial» no estatalizado que iban cubriendo áreas sociales antes atendidas por los servicios públicos y estatales. Privatizados estos o cerrados, reaparecieron «movimientos sociales» que atendía parcial y limitadamente esas áreas. Recordemos que en el capitalismo de los siglos XVIII y XIX, antes de las «reformas sociales» introducidas a todo correr por las burguesías europeas para frenar la lucha de clases, ya existían «movimientos sociales» de esta índole, bastantes de ellos bajo el impulso de la «doctrina social» católica y de la «caridad cristiana» de las iglesias protestantes, pero también de instituciones privadas u oficiales, y hasta de empresas. Luego, bajo la presión obrera y popular, también de la URSS, el capital tuvo que estatalizar el grueso de esas tareas aunque casi al instante -definitivamente desde 1947 con la creación de la sociedad Mont-Pelerin por von Hayek- resurgieron propuestas para reinstaurar el mercantilismo liberal más maltusiano e individualista. Ahora, se han industrializado y politizado esas «ayudas sociales».
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En Euskal Herria el contenido político de muchos de estos «nuevos» movimientos quedó claro desde su misma aparición, en especial los dedicados a «conseguir la paz». En 1983 el gobierno del PSOE había lanzado un pre aviso en su Plan ZEN de que desarrollaría esta estrategia, como sucedió abiertamente desde 1986 con la aparición de Gesto por la Paz. Ahora bien, no podemos meter en el mismo saco a todos estos grupos, colectivos y asociaciones porque la realidad es más compleja y, además, los partidos de la burguesía autonomista y regionalista también tenían sus asociaciones propias muchas veces volcadas en la defensa de lo que esa burguesía entendía como «cultura», «derecho», «historia», «ayuda social», etc. De igual modo existían movimientos sociales reformistas duros y blandos que no se plegaron a la estrategia represiva del Estado como la del lazo azul, el Foro de Ermua, etc.
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La «nueva» ola represiva va desplegándose en múltiples frentes como el del «lazo azul» desde 1993, etc., que buscan movilizar las fuerzas conservadoras y reaccionarias para que, en la misma calle, en la cotidianeidad, se enfrenten «democráticamente» a los sectores menos concienciados de los movimientos populares, del sindicalismo abertzale, de los miles y miles de personas de los círculos más lejanos o medios de la izquierda independentista a la que terminan dando su voto, etc. En verano 1997 son asaltadas varias herrikos y sedes de la izquierda abertzale por bandas fascistas. En 1998 se cierra Egin, un ejemplo de autoorganización popular, y en 2003 se cierra Egunkaria otro ejemplo incluso más significativo por tratarse del único diario exclusivamente en lengua vasca, creado también por el movimiento popular. También en 1998 comienza la larga y dura persecución judicial de entidades muy representativas de los movimientos populares concretos. Y por no extendernos en 2003 se ilegaliza a Herri Batasuna tras un ascenso represivo iniciado en 1997.
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Incluso con mucha antelación, los movimientos populares sufren además ataques contra uno de sus pilares más profundos, y no solo con el intento de cierre y expolio de más de un centenar de herrikos, otras formas de represión política, etc., sino también mediante la masiva presión diaria de la ideología mercantilista y del consumismo individualizado destinada a aniquilar toda posibilidad de repunte de memoria y praxis colectiva, comunal. Una de las expresiones más sólidas, hasta ahora, del movimiento popular y vecinal son las fiestas populares en las que se expresan las ansias y anhelos de libertad, de otra forma de vida: tanto la burguesía vasca como los Estados español y francés hacen lo imposible por desvirtuarlas, ahogarlas económica y legalmente, o prohibirlas. Los ayuntamientos controlados por el españolismo y la burguesía autonomista y regionalista potencian fiestas verticales, pasivas, consumistas y sin apenas referentes euskaldunes o abiertamente españoles, mientras que los ayuntamientos abertzale tienen dificultades económicas, políticas y legales para impulsar festejos populares enraizados en las tradiciones. En muchas ciudades, pueblos y barrios -Iruñea, Donostia, Bilbo, Gazteiz, etc.- el movimiento popular tuvo y tiene que superar enormes obstáculos para organizar las fiestas.
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Estos y otros golpes impactan en las franjas menos concienciadas del movimiento popular y debilitan la capacidad de recuperación de sus núcleos más influyentes detenidos o procesados. A la vez, el clima ideológico creado tras la implosión de la URSS, la propaganda posmodernista y posmarxista, el individualismo neoliberal y la euforia falsa y engañosa de la burbuja económica del cemento y de los préstamos baratos que facilitan la alienación creciente por el consumismo teledirigido, este clima irreal pero muy efectivo se refuerza con las mentiras sobre las futuras ventajas de la Unión Europea y del euro primero como moneda financiera en 1999 y luego como oficial en 2002.
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No debemos menospreciar los efectos integradores de las subvenciones de gobiernillos autonómicos, instituciones regionales y del Estado, de partidos políticos, corporaciones, empresas y fundaciones internacionales, a ONG y «movimientos sociales», e incluso a sectores que han dejado los movimientos populares y han creado su propio grupito. Es la táctica del palo y la zanahoria: intensa criminalización por un lado, pero por el otro dinero y tranquilidad si te «democratizas». Para el poder, es momento de euforia económica y esos dineros invertidos en la «paz y democracia» rinden muchos beneficios políticos. Bajo estas y otras presiones los movimientos se debilitan en sus simpatizantes menos sólidos, pero también en núcleos intelectualmente formados que, cansados, desean acceder a una vida económicamente mejor y más tranquila. Trágicos ejemplos del poder de absorción de las «ayudas» los tenemos en la ecología, feminismo, cultura en general y vasca en particular, etc.
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La crisis iniciada en 2007 multiplica el empobrecimiento y el endeudamiento social que aumentaba en nuestro pueblo antes de 2007, como lo demostraban todos los datos. Muy significativamente, y confirmando nuestra tesis central, en esta crisis vuelve a suceder lo que en otras, que tiende a aumentar el llamado «voluntariado social» formado por personas de buena voluntad, de ideología abstractamente humanista y cristiana, mayoritariamente mujeres, que ayudan en colectivos y grupos asistenciales como bancos de alimentos, medicinas, cuidados infantiles y para la tercera edad, y un largo etcétera. Son prácticas voluntarias que muestran que perviven sentimientos comunitarios y de ayuda mutua en la personalidad colectiva. Pero también hay un «voluntariado» reaccionario cuando no fascista y racista.
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Pero desde hace un tiempo, e incentivados por la crisis, también surgen grupos que podemos definir como de «economía colaborativa», «comercio justo», etc., dentro de una variada gama de corrientes que no podemos sintetizar ahora. Estudios muestran que solo una muy reducida parte de la «economía colaborativa» asume como objetivo suyo la transformación social más o menos radical. La mayoría de estas corrientes se limitan a buscar reducciones de precios, recuperando la estela del cooperativismo de consumo del siglo XIX. Son movimientos defensivos que no atacan los pilares del capitalismo, como los asistenciales arriba vistos. No negamos su valía relativa pero advertimos que sin una clara orientación social, económica y política algunos o muchos de ellos pueden terminar siendo laberintos sustitutivos de la praxis revolucionaria en que se pierdan y agoten personas de buena voluntad pero con poca formación teórica.
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La crisis de 2007 enseña que estos grupos y movimientos no sólo sufren limitaciones cualitativas para resolver los problemas que combaten, ya que no se enfrentan a sus causas básicas, sino que además y por ello mismo también tienen problemas para avanzar hacia la independencia de Euskal Herria, si es que asumen ese objetivo. Al carecer de una visión crítica de las causas de la opresión nacional de clase muchos de ellos tienden a reducir el mal llamado «problema vasco» a una mera cuestión de derechos burgueses, resoluble por tanto dentro del sistema y preservando la propiedad capitalista.
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Pero la crisis está demostrando la valía de viejas verdades que reactivan la necesidad de los movimientos populares en todas sus facetas de intervención. La fundamental de todas ellas es que el crecimiento exponencial de las fuerzas productivas bajo propiedad y dirección burguesa condena cada vez más a los seres humanos al desempleo estructural y al empobrecimiento, a la vez que les impone una asesina competencia mutua para acceder a los escasos puestos de trabajo, para ser explotados. Los movimientos populares se enfrentan así a una multiplicación de los frentes de lucha porque es la práctica totalidad de la vida la afectada por ese proceso, y en especial en las naciones oprimidas que malviven en la indefensión absoluta.
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La multiplicación de las opresiones, explotación y dominaciones tiene entre otros el efecto de aparentar que no existe una vertebración interna que les cohesiona y une por debajo de sus diversas formas externas. El desarrollo capitalista tiende a reforzar la creencia de que existen tantas realidades diferentes como opciones subjetivas. Según esto, la explotación de clase, nacional y patriarcal no guardan relación entre sí, y por tanto no pueden ser aprehendidas teóricamente ni conectadas estratégicamente. Al contrario, cada lucha debe ir por su lado, relacionándose únicamente mediante las propuestas basadas en los significantes vacíos, en generalidades que cada cual rellena según le plazca: es una opción muy fácil y cómoda que no obliga a nada y que atrae por ello mismo a una parte de la población.
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Frente a este panorama, el movimiento popular tiene, en primer lugar, la tarea básica de estrechar lazos prácticos con el movimiento obrero y feminista. El «movimiento» obrero, lo mismo que el feminista, los directamente golpeados por el desempleo creciente, no forman parte estricta del movimiento popular considerado como tal, porque la explotación asalariada y la patriarcal son estructurales y transversales al capitalismo en su totalidad, esenciales para su reproducción. Aunque los denominamos «movimientos» en realidad se mueven en un plano cualitativo superior a otros, los penetran a todos y cuando actúan a la ofensiva contra el capital y el sistema patriarco-burgués, influencian decisivamente sobre todos ellos.
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La crisis endurece la explotación asalariada y patriarcal enfrentándolas a un futuro demoledor, lo que les plantea la necesidad de buscar «aliados» en todos aquellos sectores movimientos vecinales, culturales, ecologistas, juveniles, etc., que también son golpeados por la crisis y que pueden extender las reivindicaciones obreras y antipatriarcales a sus propios campos de acción, y viceversa. La privatización de lo público, en síntesis, puede facilitar la fuerza de los movimientos pero si estos no van al fondo del problema, la lógica capitalista, se quedan en simples protestas superficiales, válidas pero muy limitadas. Ahora bien, conforme un movimiento popular, el que fuere, empieza a combatir la lógica del capitalismo causante de su específica problemática, casi de inmediato empieza a acercarse el movimiento obrero y feminista, aunque sea sin saberlo del todo. Y viceversa, cualquier lucha seria de obreras y obreros, y de mujeres no asalariadas pero explotadas que profundice en la lógica del capital también se acerca a las luchas vecinales, populares, culturales, etc.
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En una nación oprimida esta dinámica es aún más rápida e interrelacionada porque existen otros dos movimientos populares que adquieren contenidos estructurales y transversales en los pueblos oprimidos: la lucha por la lengua y la cultura, y la lucha antirepresiva, por los y las prisioneras, por las libertades democráticas, etc. Y en las naciones oprimidas los cuatro -feminista, antirepresivo, cultural y obrero- se fusionan en una totalidad que les marca a ellos internamente: la lucha por la permanente (re)construcción de la identidad nacional oprimida, por la memoria, por lo simbólico. Es cierto que el resto de los movimientos también son parte de la (re)construcción de la identidad, pero más en sus áreas específicas de acción.
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El movimiento feminista abertzale es valioso en sí, pero más aún lo es si tenemos en cuenta que el sistema patriarco-burgués se ha lanzado a la privatización del «cuerpo colectivo» de la mujer para intensificar la producción/reproducción del sistema desde el más estricto individualismo mercantilizado acorde con los cambios impuestos por la crisis. La presencia de las mujeres en casi todo el voluntariado social y en los movimientos sociales y populares será sometida a una tensión durísima ya que, por una parte, la reacción patriarcal inherente a la crisis presionará para que la mujer se quede en casa obedientemente pero, por otro lado, esa misma crisis presionará a las mujeres para que se liberen de toda opresión. El desempleo, el subempleo y la precariedad crecientes exigen cambios feroces en la reproducción social a todos los niveles, y los movimientos populares han de hacer una piña con el feminista por su transcendental importancia en la producción/reproducción.
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Contra el ataque a todo lo colectivo y público, y a las pequeñas propiedades, el movimiento popular debe reafirmar su apuesta por lo común, por los bienes colectivos materiales e «inmateriales», culturales, en todas las zonas en las que interviene. Más aún, dado que la privatización generalizada es una de las pocas formas que le quedan al capitalismo para mantener sus beneficios, los movimientos populares han de hacerse presentes en esas nuevas áreas sometidas al saqueo. También deben establecer lazos con aquellos movimientos sociales que intervengan en las mismas problemáticas para, en la medida de lo posible, irles concienciando, abriendo los ojos, debatiendo y organizando actos populares más amplios y abarcadores, incluyentes.
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Un ejemplo de la necesidad de estrechar lazos entre los movimientos populares y las luchas obreras y feministas es la resistencia al cierre, deslocalización y huida de empresas porque en ellas se concentra buena parte del trabajo colectivo realizado bajo régimen de explotación del pueblo expropiado por el capital y que ahora este quiere expatriarlo y llevarlo a otros lugares, sobre todo al torbellino incontrolable de la especulación financiera.
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Otra forma de privatización es la industria político-cultural, medio desnacionalizador por excelencia, directamente conectado con los Estados dominantes. La industria de la cultura del Estado dominante es un verdadero negocio en expansión que crece también destruyendo las culturas, lenguas e identidades de los pueblos que oprime. Los movimientos populares tienen una transcendental tarea en defender y (re)construir la cultura popular y la lengua nacional fuera de la mercantilización impuesta por la alianza entre la burguesía autóctona y el Estado. Dado que la lengua es el ser comunal que habla por sí mismo y que la cultura es la producción y distribución democrática de los valores de uso, por esto mismo, no existe ningún movimiento popular que no incida en la defensa y (re)construcción del complejo lingüístico-cultural.
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Una de las mejores formas de conseguir que las naciones trabajadoras oprimidas acepten un desempleo y subempleo creciente es desarraigándolas de su memoria colectiva, aniquilándolas para imponerles la individualidad extrema. Arrancar las raíces implica destruir sus formas culturales, referenciales, materiales, comunales, etc., o sea, todas aquellas áreas defendidas o reivindicadas por los movimientos populares. Una faceta de esta extirpación que se ha generalizado en la última fase capitalista es la deuda económica internacional que el capital impone al pueblo. La deuda ata materialmente y puede destruir psicológica y moralmente al pueblo que ha sido endeudado por el capital si acepta pagarla, si no se niega, si asume como propia la sola y exclusiva deuda de los burgueses. Impuesto el pago de la deuda, los movimientos populares, los sindicatos, partidos y organizaciones que sobreviven de las voluntarias aportaciones populares verán cómo estas reducen así su capacidad de lucha.
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Cada uno en su reivindicación concreta, los movimientos populares han de exigir que, además de no pagar la deuda burguesa, ese capital ahorrado debe invertirse en el pueblo, debe utilizarse para crear un Banco Nacional, debe fortalecer la lucha contra la lex mercatoria y contra la impunidad legal de las transnacionales y del capital financiero, etc. En el capitalismo siempre es el pueblo trabajador el que paga la deuda burguesa. Los movimientos populares son especialmente competentes para demostrar en sus prácticas las dañinas consecuencias concretas que el pago de la deuda acarrea al pueblo. Y siempre esa práctica, si es correcta, termina en el punto crítico: la defensa y recuperación de lo común, que es lo que les recorre y les une por encima de sus diversidades.
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Lo común es la propiedad comunal de Euskal Herria por su pueblo trabajador. Los movimientos sociales progresistas a lo sumo que llegan es a rozar esta visión desde fuera, no a identificarse con y en ella desde dentro. Otros movimientos actúan abiertamente contra ella con escusas que no tenemos tiempo a exponer pero que refuerzan la opresión nacional. Desde esta perspectiva, la lucha política revolucionaria es la síntesis superior de las luchas parciales de los movimientos populares. Los movimientos sociales progresistas tampoco ven esta unidad en los objetivos y en la estrategia política: para ellos cada movimiento va por su cuenta, no está integrado en una dinámica común sino solo en la medida en que ahora coincide en una lucha táctica, pero luego deja de coincidir volviendo la absoluta separación.
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La tesis de la «sociedad civil» enfrentada a la «sociedad política» es una de las responsables de semejante error pero no la única. Otra responsable mayor es la tesis de la «multiculturalidad», «pluri-identidad» «plurinacionalidad», etc., pero dentro siempre de la cultura, identidad y nación constitucional y cívicamente dominante, o sea la del Estado. Pero la tesis más cruda y explícita es la de la unicidad nacional española. Quiéranlo o no, los movimientos sociales progresistas se enfrentarán antes o después con la lucha entre el independentismo popular y el nacionalismo español y han de optar entre ambas en un momento u otro. Esta misma tensión interna, que puede llegar a ser insoportable, se da en muchas personas del voluntariado social. Los movimientos populares han de ayudar pedagógica y respetuosamente a que esa tensión se resuelva a favor de la libertad y de la justicia.
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La capacidad de los movimientos populares para ofrecer soluciones concretas a los problemas concretos dentro de una perspectiva progresista a largo plazo, esta demostración sostenida en el tiempo es decisiva para atraer y convencer a los sectores de los movimientos sociales que van desalienándose de las cadenas de nacionalismo español en cualquiera de sus varias escusas ideológicas, para liberarse hacia una concepción radicalmente democrática. Pero adquirir esa capacidad de aportación requiere tiempo, preparación, medios e informaciones, acceso a fuentes serias, etc., y sobre todo una estrategia global, política, orientada a unos objetivos de liberación nacional. Y requiere también otras tres condiciones. Veámoslas.
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Una es que los movimientos populares no tienen que estar a las órdenes de la acción institucional de la izquierda abertzale, sino que han de mantener su alta autonomía de aportación y acción, relacionándose según contextos y circunstancias con la política institucional. Los movimientos populares tienen el derecho y el deber de ser consultados en lo referente a la política institucional mediante los mecanismos adecuados. Consultas tanto más necesarias en aquellas decisiones parlamentarias y electorales que afecten a cuestiones importantes para los objetivos históricos del independentismo socialista. Solo así, respetando este método, los movimientos populares desarrollarán su interdependencia con la política institucional. Mientras tanto, esta ha de estar a disposición del movimiento popular, ha de servirle, y no a la inversa. El movimiento popular se debilita cuando se pone a disposición del electoralismo tacticista.
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Otra es que, por ello mismo, el movimiento popular ha de vigilar crítica y constructivamente la política institucional para ver si realmente es altavoz institucional de la movilización popular, o si su política se hace desde y para otra perspectiva. La realidad es más compleja que la simplicidad que presentamos aquí, pero la experiencia acumulada es aplastante en líneas generales. El control vigilante ha de ser exterior a las instituciones porque esta es la única forma segura de evitar dos vicios recurrentes: que la mejor militancia de los movimientos sea absorbida por la política institucional y que poco a poco el institucionalismo se imponga de forma irremisible como la estrategia política en sí misma.
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El control desde el exterior practicado en las esferas más inmediatas y próximas en la vida cotidiana como es en los ayuntamientos, educa progresivamente a la militancia a pensar estratégicamente en clave de la dinámica que va de los contrapoderes dentro del capitalismo al poder popular en la Euskal Herria independiente, poder popular situado fuera del Estado vasco, que lo vigila y controla para combatir en la calle, en las fábricas y escuelas, en la vida cotidiana, etc., todo inicio siquiera embrionario de burocratización y verticalidad. En esta dinámica el logro del doble poder no debe limitarse a la lucha dentro del capitalismo, sino que la militancia y el pueblo trabajador ha de sostener el doble poder fuera del Estado vasco. Ese doble poder basado en la redes de los movimientos populares y en la democracia horizontal y directa garantiza la existencia de la República Socialista Vasca. El control obrero y popular de las nuevas tecnologías de la comunicación, convertidas en propiedad colectiva, facilita sobremanera el control instantáneo y transparente del Estado vasco.
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Y la última: la coordinación estratégica de los movimientos populares exige de manera incuestionable de una organización específica que la facilite. Esta necesidad es tan obvia que no necesita ser argumentada.
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