Lucha de clases y géneros
Como señalaron Marx y Engels, la historia de las sociedades humanas es, en última instancia, una historia de lucha de clases, una lucha milenaria que en la Edad Contemporánea se concreta en un enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado.
Pero la sociedad es un organismo complejo, en el que los individuos tienden a agruparse en familias nucleares, que a su vez se agrupan en familias extensas, clanes, tribus, poblados, ciudades, provincias, naciones…, y en cada uno de estos niveles hay relaciones de intercambio basadas en la explotación de unos individuos o unos grupos por otros. Ver la lucha de clases como el enfrentamiento de dos grandes ejércitos sociales compactos y homogéneos es un tanto simplista, y no podemos olvidar que un obrero explotado en la fábrica puede ser a su vez un explotador en su casa. En el seno de las sociedades históricas siempre se han librado al menos dos batallas simultáneas y solapadas: ricos contra pobres y hombres contra mujeres. Como primera aproximación, y de forma muy esquemática, podríamos dividir la sociedad en cuatro subclases ordenadas jerárquicamente: hombres ricos, mujeres ricas, hombres pobres, mujeres pobres. En general, cada grupo explota a todos los que tiene por detrás; pero poco más puede indicar un esquema tan lineal, pues la interrelación de dos luchas solapadas da lugar a un “proceso de procesos” sumamente complejo.
En cualquier caso, la explotación de las mujeres por los hombres no solo es la primera de las explotaciones y el origen de todas las demás, como señaló Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, sino que es el fundamento mismo de nuestra cultura (y de casi todas las culturas que ha habido a lo largo de la historia), y el concepto de lucha de clases debe complementarse con el de lucha de géneros.
Algunos sociólogos neoliberales, como Steven Goldberg, hablan de la “inevitabilidad del patriarcado”: dado que los hombres son más fuertes y más agresivos que las mujeres, y por tanto más competitivos (en el mal sentido de la palabra), siempre han ocupado y siempre ocuparán los puestos sociales de mayor prestigio y poder. Seguramente, en el marco de una sociedad basada en la explotación y la competencia no puede ser de otra manera; y, de hecho, hasta ahora nunca (o casi nunca) ha sido de otra manera. Lo que Goldberg y sus seguidores no tienen en cuenta es que, como seres racionales que somos, podemos y debemos aspirar a una sociedad basada en la colaboración, y en una sociedad colaborativa la fuerza bruta y las hormonas ya no serán determinantes. Que los hombres tiendan a la agresividad y a la competencia no significa que siempre tengan que comportarse de una forma brutalmente agresiva y competitiva, ni que la fuerza tenga que prevalecer sobre la razón. El patriarcado no es más inevitable que la estupidez. Y el especismo tampoco.
Nuestra conducta, como la de todos los animales, obedece a tres pulsiones básicas: el hambre, la libido y el miedo. Y, como todos los animales gregarios, nos agrupamos para aumentar nuestras probabilidades de conseguir comida, sexo y protección. Por eso nos debatimos entre dos tendencias antagónicas: la colaboración y la competencia; como vivimos en el “reino de la necesidad” y algunos bienes son escasos, a menudo colaboramos para obtenerlos y competimos al repartirlos. El binomio colaboración/competencia se manifiesta a todos los niveles, desde el más restringido núcleo familiar hasta las más amplias organizaciones sociales, y hasta ahora, en general, ha prevalecido la competencia sobre la colaboración. Pero siempre ha habido una corriente de pensamiento y de acción tendente a dar prioridad a la colaboración sobre la competencia. La Edad Contemporánea se inauguró precisamente con un hito fundamental de esta corriente: una revolución cuya irrenunciable consigna era “libertad, igualdad, fraternidad”.
Lucha de especies
Al igual que sus parientes más próximos, los grandes simios, el hombre es un animal básicamente frugívoro, pero con la ventajosa opción del carnivorismo. Tan ventajosa que probablemente nos salvó de la extinción, pues cuando escasean los alimentos vegetales (por ejemplo, a causa de una glaciación o de la desertización de los bosques) puede ser fatal depender exclusivamente de ellos.
La necesidad de conseguir carne en épocas de carestía severa llevó a nuestros remotos antepasados a formar grupos de cazadores armados de palos y piedras y preparados para trabajar en equipo, con objeto de aumentar sus posibilidades de éxito frente a las grandes presas. Y esta acertada estrategia de supervivencia tuvo varios efectos colaterales. Uno de ellos fue la domesticación de algunos lobos que empezaron a participar espontáneamente en las cacerías para aprovechar los huesos y otras partes que los hombres no solían comer. Los antepasados de los perros ayudaban a los nuestros a localizar y a acosar a las presas, y a cambio se llevaban una parte del botín.
Otra consecuencia de la caza en equipo fue, seguramente, la exaltación de la violencia y el aumento del prestigio social de la fuerza bruta, con la consiguiente relegación de las mujeres (menos corpulentas y a menudo limitadas en su actividad física por los largos períodos de gestación) y la consolidación de la camaradería masculina. Para recolectar frutos no hay que ser muy fuerte: las mujeres, e incluso los niños, pueden hacerlo tan bien o mejor que los hombres; pero para enfrentarse a un búfalo o a un mamut conviene estar bien provisto de músculos y de testosterona.
Y, por último, el carnivorismo, que empezó siendo una opción de emergencia, se convirtió en un hábito. La carne es adictiva: su consumo produce una leve intoxicación que se traduce, como otras intoxicaciones moderadas (café, alcohol, tabaco, etc.), en una forma de excitación o embriaguez que puede crear adicción. Por otra parte, el carnivorismo tiene algunas ventajas. La carne (al igual que el pescado, los huevos y los productos lácteos) contiene todos los aminoácidos necesarios para nuestro organismo, mientras que ningún alimento vegetal los aporta todos en la proporción adecuada (hay que combinar un cereal con una legumbre para ingerir adecuadamente los nueve aminoácidos esenciales). Además, la carne es un alimento muy versátil y fácil de conservar: se puede cocinar de muchas maneras, ahumar, desecar, embutir… Todo ello ha hecho que muchos crean que la carne es indispensable, el “plato fuerte” de nuestra gastronomía. Nada más falso.
Comer carne no solo es innecesario, sino que además es insano. La propia Organización Mundial de la Salud lo advirtió hace más de treinta años, aunque luego las presiones comerciales y políticas le impidieron insistir en ello (ahora, por cierto, la OMS vuelve a la carga: se ve que, al igual que ocurrió con el tabaco, los perjuicios sanitarios empiezan a pesar más que los beneficios de la industria cárnica). El consumo de carne sobrecarga nuestro aparato digestivo de primates y favorece la aparición de tumores. Y además, debido a la contaminación ambiental, con la carne no solo ingerimos sus propias toxinas (como la cancerígena prolactina), sino también las que los animales que comemos acumulan a lo largo de su vida (como el mercurio y otros metales pesados que el organismo es incapaz de eliminar). Por no hablar del colesterol: incluso las carnes magras contienen un alto porcentaje de grasas saturadas.
Pero no solo hay poderosas razones dietéticas y sanitarias para evitar el carnivorismo, sino también éticas, económicas y ecológicas, es decir, políticas. Maltratar y devorar a parientes tan próximos como los grandes mamíferos es una aberración moral que muy pocos denuncian y que requeriría un análisis en profundidad; pero ni siquiera es necesario reconocer los derechos de los animales para estar de acuerdo con los demás argumentos en contra del carnivorismo, entre los que hay que destacar los económicos. La producción de carne es un negocio ruinoso (para la sociedad, claro, no para los fabricantes de hamburguesas) y una de las principales causas del hambre en el mundo. Para producir un kilo de proteína cárnica hacen falta unos diez kilos de proteína vegetal, lo que significa que con la soja y el grano que consume el ganado de Estados Unidos se podría alimentar a toda la humanidad. El carnivorismo, además de violar los derechos de los demás animales, constituye un brutal atentado contra los derechos humanos.
¿Por qué, entonces, solo una pequeña parte de la izquierda se opone al especismo y propugna el vegetarianismo? Porque los hábitos ligados a nuestras pulsiones más básicas (y el hambre es la primera) se consideran “naturales”, y son, por tanto, difícilmente asequibles a la reflexión, al asalto dialéctico de la razón. Y así, el arquetipo del macho armado, cazador o guerrero, sigue presidiendo nuestra salvaje cultura patriarcal, nuestra despiadada sociedad competitiva, machista, depredadora, carnívora.
La singularidad de la lucha de especies es que las especies oprimidas están indefensas frente a la especie opresora, por lo que nos corresponde a nosotras, las personas que luchamos por erradicar del mundo la explotación y el sufrimiento, defender sus derechos. Que, en última instancia, es defender los nuestros, del mismo modo que cuando un hombre lucha por la liberación de las mujeres está luchando por su propia libertad.
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