Iñaki Gil de San Vicente para El Hurón.- En esta introducción para El Hurón del artículo sobre las elecciones y autonómicas del pasado 24-M, nos enfrentamos a uno de los análisis más complejos y difíciles de realizar sobre los resultados globales, y sobre los particulares de las negociaciones, pactos y repartos posteriores, que es, sin duda, el de la influencia política de la corrupción, el de calibrar con alguna aproximación cuánto voto han podido perder la dos grandes fuerzas políticas en el Estado español debido a la corrupción. Intentaremos analizar muy brevemente qué posibles influencias ha podido tener en dichos resultados la corrupción estructural que caracteriza al capitalismo español y a su Estado.
Una de las razones que explican esa dificultad, probablemente la fundamental, estriba en que la corrupción normalizada no es mal vista en el Estado, y menos en lo que se denomina «mundo empresarial», tal como hemos expuesto en artículos anteriores. Esto hace que sólo sea cuantificable y calificable en sus expresiones manifiestas, pero apenas en la anodina vida cotidiana.
Otra de las razones es que la llamada «ciencia social», la sociología, para entendernos, no está capacitada para estudiar las corrupciones por dos obstáculos cualitativos insuperables para esta llamada «ciencia social»: uno, que la raíz de la corrupción es la misma que la raíz de la economía mercantil desde sus orígenes históricos; y otra, que esta raíz se entrelaza rápidamente con otras motivaciones sociopolíticas formando una totalidad, cuyo estudio exige recurrir al método dialéctico, algo también imposible para el mecanicismo positivista y neokantiano de la sociología que, con su célebre «cuantofrenia» denunciada por Sorokin, absolutiza el individualismo metodológico burgués.
Resultado de ello es que la sociología ni quiere ni puede prestar atención a la unidad entre economía y política, unidad que tiene en las corrupciones uno de los engranajes de influencia recíproca más efectivos. Si la sociología intentase profundizar en las relaciones político-económicas tendría que hacer un doble esfuerzo: superar sus propias limitaciones pero también las de la contabilidad de la economía capitalista. La entera estructura conceptual de la economía política está diseñada para negar u ocultar lo más posible la explotación asalariada, el proceso de extracción de plusvalía mediante la explotación burguesa de la fuerza de trabajo. La ignorancia sociológica al respecto es involuntaria solo en parte, frecuentemente es consciente: estricta voluntad de no saber qué es y cómo funciona el modo de producción capitalista.
Ahora bien, la cuantificación sí sirve para descubrir algunos efectos externos que nacen de las internas contradicciones del capitalismo. Permite saber, por ejemplo, que la corrupción supone aproximadamente el 1% del PIB de la UE; que las mafias ganan alrededor de 5.500 millones-€ anuales con tráfico de personas de África a Europa y de Nuestra América a EEUU, y que han obtenido no menos de 15.700 millones-€ en los últimos quince años con el tráfico humano entre África y la UE; que el narcotráfico y la prostitución suponen el 0,85% del PIB del Estado español; que en 2014 aproximadamente el 33% de la clase obrera del Estado trabajase en «negro», con el demoledor impacto que ello supone para la recaudación fiscal, ya de por sí muy debilitada por las «amnistías» fiscales, prebendas, ventajas y descuentos legales que el Estado burgués concede a las grandes fortunas, mientras que casi 1.300.000 pequeños ahorradores han sido estafados en menos de diez años mediante las «ofertas preferentes» de la banca.
Todo esto y más puede descubrir la contabilidad económica siempre que tenga medios adecuados y sobre todo voluntad política, lo que depende de las disputas entre las fracciones de la burguesía, las presiones del reformismo y la fuerza de masas de la izquierda, cuestión sobre la que nos extenderemos en otros escritos. A pequeña escala también es difícil luchar contra la corrupción en talleres, bares, restaurantes y comercios, aunque se incoen expedientes a algo más de un centenar de talleres de coches en la Comunidad de Madrid; o como en el caso de la Comunidad Autónoma Vasca se «descubra» que el 90% de los bares y restaurantes tienen contabilidad B: casi al instante han respondido asociaciones de pequeños empresarios poniendo en solfa o minimizando el asunto incluso con argumentos legales basados en las ambiguas lagunas de la jurisprudencia al respecto. De cualquier modo, una doble contabilidad bien manipulada deja un beneficio extra aún después de haber pagado la multa siempre que la ley vaya por detrás de la trampa.
La corrupción estructural en lo económico se materializa en lo sociopolítico mediante complejos y múltiples canales a través de los que se redistribuyen parte de los beneficios legales e ilegales, también «grises», que siempre nos remiten a alguna forma de ganancia directa y/o indirectamente material: dinero, regalos, sexo, poder, influencias, etc. Más aun, en las intrincadas redes relacionales cotidianas, siempre dependientes del reparto de estos y otros beneficios y lubricadas por este mismo reparto, laten los embriones de formas micro mafiosas de acción económica y sociopolítica: que no lleguen a dar el salto a pequeñas organizaciones que bordean la ilegalidad puede ser debido a muchas razones.
Lo fundamental es que estas corruptelas de baja intensidad de la que ya hemos hablado en alguna ocasión y a las que tendremos que volver en otros comentarios por su enorme importancia, son extremadamente difíciles de cuantificar y menos en los resultados electorales porque su masiva penetración cotidiana está asentada y asegurada por la quíntuple función del dinero como medida del valor; medio de circulación; medio de acumulación; medio de pago y como dinero mundial. La totalidad de la vida social está determinada por esta quíntuple función del dinero, determinación tanto más omnipotente cuanto que además está desmaterializada por el perverso y reaccionario efecto del fetichismo de la mercancía.
La normalidad cotidiana con la que se acepta y practica esta «pequeña» corrupción surge de la imbricación de los factores expuestos dentro de la vida más o menos precaria, pero siempre precaria, que sufre la población explotada que vive de salario directo, social, público, diferido, indirecto. La burguesía tiene otra forma de ver y practicar la corrupción. Solamente cuando la amarga experiencia acumulada durante varios años en los que, junto a los efectos empobrecedores de la crisis, las masas van viendo que la corrupción y la podredumbre generalizadas multiplican su malestar a la vez que enriquecen a la minoría en el poder, sólo entonces empiezan a notarse los directos efectos políticos que causa la podrida realidad corrupta, pero no siempre sucede así.
La sociología no está preparada para investigar –ni tampoco quiere hacerlo– las concatenaciones entre los procesos socioeconómicos y psicopolíticos que, bajo la presión de las corrupciones múltiples, terminan influyendo en los resultados electorales. En los últimos años han emergido a la prensa tantas corrupciones soterradas durante tiempo que han sido uno de los detonantes del drástico agravamiento de la crisis internacional del nacionalismo español. Nos encontramos ante la clásica sinergia de contradicciones parciales que generan una compleja contradicción cualitativamente superior cuyo estudio exige el empleo del método dialéctico, verdadero «satán bolchevique» para el academicismo neokantiano de la sociología «neutral», subvencionada por empresas privadas y burocracias estatales. A pesar de la innegable actualidad e influencia sociopolítica y económica de la corrupción estructural, multiplicada en los últimos años, es extremadamente difícil encontrar investigaciones serias realizadas desde la sociología.
Nuestra búsqueda ha dado muy pocos resultados, exceptuando los cuatro textos que citamos, y el cursillo de verano sobre la corrupción política organizado en Donostia por la fiel UPV, utilizado por el PNV, en representación y defensa de la burguesía vasca, para emborronar el problema. Los cuatro textos son: F. Gordillo, J.M. Arana, L. Mestas y J. Salvador: «Compatibilidad y confianza entre votante y candidato ¿Es posible un sistema de votación más justo?». Psicología Política, Valencia, Nº 45, 2012, pp. 27-41. R.F. González; L.F. García y Barragán y F. Laca Arocena: «Validación de una batería para identificar el papel de la ideología en las decisiones electorales» Psicología Política, Valencia, Nº 49, 2014, pp. 59-82. Sandro Giachi: «Dimensiones sociales del fraude fiscal: confianza y moral fiscal en la España contemporánea». Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid Nº 145, 2014, pp. 73-98. Y J. Mª García Blanco: «Burbujas especulativas y crisis financieras. Una aproximación neofuncionalista», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid Nº 150, 2015, pp. 71-88.
Dejando de lado otras críticas comunes a los cuatro artículos que nos remiten a lo arriba expuesto sobre las limitaciones de la «ciencia social», sí hay que decir que aunque sus temáticas tienen relaciones estrechas y hasta muy estrechas con la corrupción, y a pesar de que han sido escritos en unos años en los que la corrupción y las elecciones están en primera plana mediática por razones obvias, pese a ello las corrupciones no están presentes. Como si no existieran. Semejante vacío impide conocer una de las motivaciones ideológicas y psicopolíticas que están determinando el ciclo electoral en el que estamos inmersos.
Antes de seguir debemos advertir que una cuestión muy importante a tener siempre en cuenta es el tipo de elecciones que analicemos –municipales, forales y autonómicas, estatales y/o europeas-, diferencia que en determinados contextos y coyunturas, y sobre todo realidades de naciones oprimidas, pueden llegar a ser determinantes. Pero ahora, en este texto y por exigencias de espacio y tiempo ya que sólo podemos analizar tendencias muy generales, nos vemos en la necesidad de soslayar tales diferencias recordándolas cuando sea imprescindible.
Conviene recordar que durante los años de burbuja financiero-inmobiliaria y de aparente «progreso económico», aumentó el endeudamiento de las clases trabajadoras debido a las políticas de los gobiernos del PP desde 1996 potenciando un irracional y suicida consumismo que reforzaba la sensación de «libertad». En esta coyuntura, las noticias sobre la corrupción apenas generaban efectos político-electorales si los comparamos con los actuales: en 2000 el PP obtuvo el 44,5% del censo, casi seis puntos más que en 1996. Con semejante apoyo masivo la burguesía desplegó triunfante su cínica doble moral: rezar y corromper. Pero un rosario de escándalos, manipulaciones y desprecios –Prestige, Foto de las Azores, manipulación de los atentados islamistas en Madrid, etc.– dieron la victoria en 2004 al PSOE con el 42,64%, mientras que el PP se desplomaba al 37,33%.
A finales de 2004 el llamado «milagro español» parecía tener visos de eterna realidad y el sistema político no prestó atención ninguna a las crisis internacionales que desde la mitad de los ’90, si no antes, anunciaban la proximidad de una debacle que ya para 2006 aparecía como inminente. Al calor de la ficción, el PSOE volvió a ganar en 2008 subiendo incluso al 43,87% quedándose el PP en el 39,94%. Los primeros datos de la Gran Crisis aparecieron en EEUU a finales de 2006 y estallando en 2008, momento en el que las ya endeudadas clase trabajadora, «clase media» y pequeña burguesía de los pueblos oprimidos por el Estado empezaron a cerciorarse de que sus deudas eran cada vez más pesadas, que se hundía la capacidad de compra, que ascendía el paro, que el gobierno no sabía qué hacer, y que la corrupción además de generalizada arruinaba a muchos y enriquecía a pocos.
Se había gestado la «tormenta perfecta»: durante 2010 se agudizaron estas y otras certidumbres agravadas por los primeros recortes sociales aplicados por el PSOE y sobre todo por el PP de Madrid con sus salvajes ataques a servicios públicos básicos como sanidad, educación, transporte…, precisamente en la ciudad más endeudada del Estado debido a la mezcla explosiva de corrupción, neoliberalismo e ineficacia del PP. En la primavera de 2011 surge la indignación y las mareas sociales como síntesis de una interacción entre espontaneidad y grupos, colectivos y asociaciones de base organizadas activas muchas de ellas desde las protestas contra la invasión de Irak en 2003; en ese verano se reforma el artículo 135 de la Constitución por presiones exteriores, y en noviembre el PSOE pierde el gobierno al hundirse en el infierno del 28,73% y el PP tica cielo con 44,62%. En la Comunitat Valenciá, emporio de podredumbre, el PP obtuvo la friolera del 48,61%. En el Principat Catalá las toleradas corruptelas de CiU no impidieron que ganase en 2010 con el 38,43%, varios puntos más que en 2006.
La aplastante victoria del PP en 2011 y en ascenso de CiU en 2010 significaba que la corrupción todavía no era un problema grave para una amplia masa de votantes. Dentro de las mareas sociales, de los indignados, del 15M, de otras luchas obreras y populares aumentaba rápidamente la conciencia crítica sobre el terrible efecto de las corrupciones y su conexión interna con la debacle socioeconómica y la incapacidad política, pero aún era una conciencia restringida a sectores intelectualmente formados y combativos. Iba a hacer falta la fusión en la malvivencia cotidiana de empobrecimiento masivo, represión creciente, reivindicaciones nacionales, corrupción ostentosa, crisis galopante y organización creciente de las luchas populares, entre otras condiciones, para que la «tormenta perfecta» se transformase en «crisis perfecta» del bipartidismo.
Que algo sí empezaba a cambiar se pudo intuir en el retroceso de CiU del 38,43% de 2010 al 30,68% en diciembre de 2012: un retroceso incomprensible si no tenemos en cuenta la diferencia cualitativa que impone la opresión nacional española que agudizaba el ascenso soberanista e independentista, pero que, en cuanto sociedad con uno de los mayores niveles de corrupción del Estalo, sí podía expresar el creciente rechazo social de esas prácticas, como se comprueba con el retroceso de CiU al 21,49% en 2015, aun admitiendo que la derecha catalanista tiende a bajar en las municipales para recuperarse en las autonómicas y estatales.
Otros indicios sobre movimientos de fondo los encontramos en las elecciones europeas de 2014 y en las autonómicas andaluzas de comienzos de 2015. Comparando las europeas de 2009 con las de 2014, salvando también todas las distancias, vemos las espectaculares caídas del PP del 42,12% en 2009 al 26,06% y del PSOE del 38,78% al 23%, y la irrupción de Podemos con el 7,97%. En cuanto a las andaluzas se repite el desinfle del PP que en 2012 tuvo el 40,66% bajando al 26,72% en las adelantadas de 2015, mientras que el PSOE retrocedió del 39,52% al 35,43%, apareciendo podemos con 14,84%. Pensemos una cosa: si al 9,28% de C,s le sumamos lo del PP tenemos que la derechas más españolista obtuvo el 36% en Andalucía. Resulta significativo que en su conjunto el bipartidismo en Andalucía -PSOE y PP/C,s- baje por igual, poco más de cuatro puntos, teniendo en cuenta la enorme corrupción político-sindical.
En las municipales estatales de 2007 el PP tuvo el 36,1%, en 2011 el 37,53% y en 2015 el 27,05%. Por su parte la evolución del PSOE ha sido el 35,31%, 27,79% y 25,02%, respectivamente. Sumando los resultados entre los dos grandes partidos, vemos que en las municipales del 2007 llegaron al 71,41% del censo, bajando al 65,32% en 2011 y cayendo al 52,07% en 2015; es decir, el bipartito ha perdido 19,34%. Como venimos diciendo, es muy difícil cuantificar con alguna exactitud la influencia de la corrupción en este retroceso. Sabemos que C,s, con su demagógica campaña de «limpieza», ha obtenido un muy magro 6,55% a pesar de los altibajos del apoyo mediático. Si sumamos PP y C,s vemos que el nacionalismo español más reaccionario ha obtenido el 33,60% comparado con el 37,53% de las municipales de 2011, sólo un 3,93% menos: poco castigo «limpiador» para tanta corrupción.
Es más arriesgado hacer estas mismas cuentas entre el PSOE y Podemos e IU y otras candidaturas surgidas recientemente, porque la mayoría no existían en las municipales de 2011. A todo esto hay que añadir un dato muy significativo: la participación ha sido del 63,27% en 2007, el 66,23% en 2011, y el 64,93% en 2015, o sea, que la abstención ha aumentado un 1,30% en medio de la «crisis perfecta», lo que ha ido sobre todo en detrimento de la derecha, pero no en forma de oposición frontal a su política y a su corrupciones, sino como llamada de atención dentro del mismo bloque reaccionario.
Resumiendo, todo indica que los efectos de la corrupción han hecho más daño al centrismo reformista de PSOE-Podemos, y a las fuerzas de izquierda que le han apoyado o se han presentado por su cuenta, que al bloque de centro derecha hegemonizado por el PP. Las encuestas de intención de voto para las próximas elecciones generales de noviembre de 2015 realizadas tras el 24-M sugieren, hasta ahora, una relativa tendencia a la recuperación del PP y del PSOE a costa de un estancamiento de C,s y Podemos, respectivamente. De confirmarse esta dinámica de recuperación se validaría la tesis de que no debemos sobrevalorar el efecto concienciador de las corrupciones en la lucha por democratizar la política estatal ya que, en realidad, está arraigada en lo más hondo del nacionalismo español, lo que resulta muy preocupante, muy preocupante, como iremos viendo.
EL 24-M Y LA CRISIS INTERNACIONAL DEL NACIONALISMO ESPAÑOL
NOTA: GUIÓN DE CHARLA-DEBATE PARA ASAMBLEA DE ASKAPENA
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Las pasadas elecciones del 24-M han confirmado varias tendencias más o menos previstas por cuanto previsibles para cualquier colectivo que hubiera seguido con atención el desenvolvimiento de la crisis internacional que azota al capitalismo español. La fundamental es la tendencia al reforzamiento del nacionalismo español en sus dos vertientes, la progresista y la tradicional; es decir, por mucho que el bipartidismo del PP-PSOE haya bajado electoralmente como nunca antes, sin embargo se constata que ha surgido un españolismo «democrático», tan tolerante que hasta habla -habla- de la posibilidad de debatir algún día sobre eso que ahora llaman «derecho a decidir», y que no ha dudado en coaligarse con fuerzas sociopolíticas, sindicales y culturales que si defienden los derechos nacionales de los pueblos oprimidos.
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¿Por qué iniciamos esta charla-debate con la cuestión del nacionalismo español y no con otras más frecuentes y casi obligadas desde una perspectiva tradicional como son los resultados electorales, las posibles alianzas, los futuros que pueden tener opciones como Podemos, Ahora Madrid, Barcelona en Común, Compostela Aberta, Marea Atlántica… y una casi inacabable lista de grupos similares que se han presentado al 24-M? Pues porque los avatares del nacionalismo español son el mejor termómetro para mostrar la gravedad de la crisis que históricamente hace crujir al capitalismo estatal, y a la vez el mejor barómetro que avisa de la posible fuerza de los temporales que se avecinan.
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¿Por qué hablamos de una crisis internacional del Estado español? Porque es una crisis que azota a su esencia de cárcel de pueblos: es un Estado basado en la opresión de otras naciones dentro de sus mismas fronteras, lo que hace que en realidad su «unidad nacional» sea la negación por la fuerza de una realidad internacional objetivamente existente en su interior; y porque también la mundialización capitalista hace que tanto las reivindicaciones de las naciones que oprime como su propio futuro estatal sean incomprensibles al margen del contexto europeo y mundial. Zonas de Euskal Herria y los Països Catalans también están ocupadas por el Estado francés, y la supervivencia nacional de Galiza está cada vez más conectada con el reintegracionismo lingüístico galego-portugués.
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La ideología nacionalista española es una ideología creada por el Estado del bloque de las clases dominantes, es por tanto un nacionalismo de Estado, un nacionalismo burgués. Además, ese Estado se ha construido gracias a y se sostiene sobre la opresión nacional de pueblos, siendo en su base, por tanto, un nacionalismo imperialista. Ahora bien, por las mismas contradicciones sociales que recorren a todo Estado capitalista, la ideología que genera, aun siendo la ideología nacionalista dominante, debe coexistir con subideologías igualmente nacionalistas pero vergonzosas, progres y hasta «democráticas» dentro de sus límites, subideologías que no niegan lo esencial de la «nación española» tal cual se expresa en la Constitución de 1978 aunque si llegan a veces a proponer su «modernización». La historia de las subideologías españolistas del PSOE, del PCE-IU, de otras organizaciones que se dicen revolucionarias y de gran parte del anarquismo, así lo demuestra.
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La ideología nacionalista tiene una amplia autonomía relativa con respecto a la evolución socioeconómica y a las políticas inmediatas del Estado, porque se ancla profundamente en la estructura psíquica alienada de la sociedad, evolucionando con cierta lentitud, tal como se comprueba en la fidelidad de voto al PP y al PSOE, por ejemplo. Sin embargo, en contextos largos de crisis sistémicas que destruyen pilares centrales de la quietud, rutina y normalidad cotidianas, se reduce pronto esa autonomía relativa para reaparecer su dependencia última y estructural de las relaciones de propiedad y de producción. Resurgen entonces con más fuerza tanto las diferencias secundarias entre el nacionalismo dominante y las versiones menores, a la vez que por una parte más o menos reducida exacerba y despierta el contenido imperialista del nacionalismo español.
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En efecto, por su duración e intensidad la crisis sistémica actual está poniendo frente al espejo las diversas variantes del nacionalismo español, desde la más franquista y nacional-católica, hasta la de Podemos con sus loas al «empresario patriota», pasando por la extensa gama que va de la recentralización españolista del PP al federalismo espurio de IU, sin olvidarnos del casi extinto rescoldo del esperpento habermasiano del «patriotismo constitucional». Y es que la cuádruple gravedad de la presente crisis inciden de pleno en las raíces sociales de la «nación española».
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Una faceta de esa cuádruple crisis es la ostentosa falsedad del nacionalismo práctico de la burguesía española, que predica de patriotismo pero hace lo contrario: las grandes empresas del Ibex 35 defraudan, roban y se apropian de todo lo posible. La corrupción es generalizada. Los sucesivos gobiernos desde los ’80 han vendido al capital privado extranjero y estatal hasta las «joyas de la corona» del Estado, más de 120 empresas públicas, y tienen pensado vender lo poco que queda de patrimonio público. Su «solidaridad nacional» con el pueblo cada día más empobrecido y machacado se limita a magras limosnas cada vez más pequeñas. Ha dejado en la estacada improductiva a una generación joven cuyo único futuro es el paro y la delincuencia, la emigración, la protesta o la revolución. Apenas funciona ya el reclamo integrador del nacionalismo burgués: el estatus de clase media.
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Otra faceta es la ostentosa anacronía del sistema político en su conjunto para, primero, prever la crisis y prepararse contra ella desde criterios de «solidaridad nacional»; segundo, contactar con la sociedad y frenar la corrupción; y tercero, mantener una mínima «dignidad nacional española» frente a las exigencias de la UE y EEUU: el sistema político obedeció desde los ’80 las órdenes exteriores, abandonó la industria y la ciencia, terciarizó la economía, liquidó derechos y libertades, reformó a peor la constitución, cambió de rey, y sigue entregando trozos de la «nación española» a la OTAN. El sistema político ha acelerado la desertización nacional-cultural para así multiplicar los beneficios de la industria cultural burguesa transnacionalizada.
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Por otra parte, la cada vez más débil productividad del capitalismo español, de su decreciente acumulación de capital industrial, el retroceso apreciable ya en los años ´60 a pesar de los esfuerzos del Plan de Estabilización de 1959, este declive estalla en forma de crisis no por los altos salarios que, por serlo, frenarían los beneficios empresariales, las inversiones y el crecimiento, como dice la derecha; ni tampoco por los bajos salarios que, por serlo, frenarían un aumento del consumo y por tanto de la producción interna, tal cual creen los keynesianos del mundillo de IU y Podemos. La crisis es resultado de la dialéctica entre las leyes económicas endógenas: caída tendencial de la tasa media de beneficios, etc.; y las exógenas: burguesía indiferente a la tecnociencia, ineficiencia estatal, corrupción generalizada, etc. La crisis sistémica surge de las contradicciones irresolubles de la totalidad concreta llamada «España», formación económico-social que no ha podido constituirse en nación burguesa clásica.
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Por último, la lucha entre el Capital y el Trabajo en el Estado español agudiza la crisis global y las tres facetas descritas. Una de las expresiones esenciales de la lucha entre el Capital y el Trabajo son los procesos de liberación nacional de clase de los pueblos oprimidos por el Estado: la llamada «crisis del régimen del ´78» no se hubiera producido sin esta esta lucha de clases, pero tampoco sin los procesos independentistas de las naciones oprimidas. A escala cualitativamente menor, las diferencias dentro del Capital, dentro del bloque de clases dominante entre burguesía centralista y autonomistas-regionalistas, no suponen problemas insolubles para las relaciones de propiedad y producción capitalistas, sí pudiendo llegar a ser difíciles en lo relacionado con la territorialidad política de ramas productivas y del reparto interburgués de los beneficios obtenidos con la explotación asalariada. Pero estas diferencias interburguesas se disuelven como tocino al fuego ante la necesidad de multiplicar la explotación nacional de clase de los pueblos trabajadores que generan la plusvalía.
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La cuádruple crisis tensiona al extremo el nacionalismo español como lubricante ideológico de la acumulación material y simbólica de capital en el Estado: las fuerzas centrífugas que nunca han sido resueltas porque son irresolubles motivan fuerzas centrípetas diferentes en sus expresiones pero idénticas en su ideario nacionalista español. Sin analizar por razones obvias las subideología del PP, PSOE y C,s, sí es claro que el nacionalismo español de Podemos, hasta ahora difuso, ha ido saliendo a la luz conforme lo necesitaba para atraer sectores de centro, tranquilizar al capital financiero y a las fuerzas fácticas del Estado.
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Un símbolo de lo que decimos lo tenemos en el regalo de Podemos al rey el día de la II República; otro en sus declaraciones sobre el ejército español y en sus silencios sobre las formas concretas del llamado «derecho a decidir»; otro en el concepto de «empresario patriota» y en el mapa estatal de la sala de prensa, etc. Pero sin duda, el símbolo perfecto del nacionalismo de Podemos es el círculo de su logo: la perfección aristotélica que se remite a sí misma, sin principio ni fin, sin contradicciones ni rupturas, sin movimiento más allá de su eje inmóvil adecuado a la megalomanía de su dirección burocrática, vertical y sublime como el «imperio del centro» que dirige con la sabiduría de los intelectuales académicos los destinos de la España de los ciudadanos abstractos.
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A regañadientes, el eficaz simplismo simbólico del nacionalismo español de Podemos ha tenido que adaptarse a las complejas síntesis de identidades y sentimientos que se han ido formando sobre todo en las naciones oprimidas y menos en los pueblos con raíz cultural-popular machacada por la uniformización estatal. Un caso claro es el de la parte de Euskal Herria bajo dominación española, y en especial su referente histórico, Nafarroa; otro es la complejidad de los Països Catalans y de Galiza entera. La impotencia de la versión progre del nacionalismo español para absorber estas identidades progresistas y revolucionarias no españolas es manifiesta, aunque ello no signifique que abandone ese sueño.
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En estas tres naciones la cúpula de Podemos ha tenido que ceder en cuestiones importantes según los casos, viendo incluso cómo la dirección de Barcelona en Común ha girado oportunamente hacia el soberanismo catalanista. En Galiza, Podemos ya vio cómo hasta IU le superaba en una visión menos centralista del nacionalismo español. En las tres, ha retrocedido mucho el PP y en general lo han hecho las formas más reaccionarias del nacionalismo estatal. Sin embargo, con diferencias comprensibles en las tres sigue existiendo condiciones objetivas que pueden facilitar un cierto crecimiento del nacionalismo Podemos si, por un lado, su burocracia madrileña se adapta con astucia oportunista, y si por otro lado, el independentismo socialista no sabe reaccionar a tiempo.
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En lo relacionado con el nacionalismo español en el capitalismo mundializado y en la UE, su crisis de Estado agudiza la contradicción expansivo-constrictiva inherente a la definición simple de capital: por un lado, en su movimiento de diástole expansivo para la obtención de beneficio ha de explotar a pueblos y clases lo que provoca resistencias; por otro lado, en su movimiento de sístole constrictivo para asegurar la realización del beneficio obtenido ha de reafirmar su nacionalismo imperialista. Esta pugna entre dos extremos totales atenaza a los muchos votantes, y pocos militantes de las poliédricas candidaturas de centro-izquierda que han realizado la vivisección del PP y PSOE: reivindican derechos prohibidos, lo que les hace proclives a asumir formas nebulosas del «derecho a decidir», pero a la vez la crisis del Estado y el diástole/sístole del capital presionan sobre su nacionalismo haciéndole avanzar hasta asumir la independencia de los pueblos oprimidos, o a retroceder hasta una «negociación autonómica».
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La unidad de base del nacionalismo español actual es la cárcel constitucional adaptada en 2011 a las exigencias del capital financiero, reforzada con el cambio de rey y con la férrea disciplina presupuestaria de la UE, siendo las presiones de EEUU sobre Grecia en el G7 el ejemplo más reciente. La imposición primero de TTIP y luego del TiSA, así como la paulatina virtualización del dinero material, estos y otros proyectos imperialistas serán terribles golpes a la soberanía de los Estados débiles como el español, formalmente independientes, por no hablar de la suerte que correremos las naciones oprimidas. Bajo estas condiciones, el nacionalismo confuso y fácil, equidistante y tolerante, deberá optar por un extremo u otro, o hacerse cómplice silencioso y pasivo del imperialismo.
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Contra el Estado y su nacionalismo militan dignas y admirables organizaciones revolucionarias internacionalistas. Deben superar dificultades diarias diferentes y más adversas en su contexto que a las que nos enfrentamos nosotras y nosotros. No somos quienes para decirles qué deben hacer –justo sabemos lo que no debemos hacer nosotros–, pero sí debemos ofrecerles la posibilidad de una de una reflexión internacional sobre lo que discutimos ahora.
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Las elecciones del pasado 24-M han sacado a la luz esta problemática soslayada por la práctica totalidad de los análisis realizados desde la perspectiva estatalista, exceptuando error u omisión por mi parte. Pero se trata de una problemática decisiva en todos los sentidos, a la que deberemos dedicar una atención creciente según se agrave la crisis internacional del nacionalismo español.
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