Iñaki Gil de San Vicente para El Hurón.- Dijimos al presentar este apartado de El Hurón dedicado exclusivamente a la denuncia de las corrupciones, que comenzaríamos cada artículo con un análisis específico de las distintas formas de corrupción relacionadas con el contenido del artículo ofrecido en ese momento. Hasta ahora hemos visto la podredumbre generalizada del Estado español a raíz, entre otras cosas, de la ley del suelo dictada por el PP y sus repercusiones en la crisis medioambiental y socioecológica; también hemos hablado de la corrupción en el sindicalismo reformista, amarillo y corporativo a raíz del 1º de mayo.
Ahora nos enfrentamos a un problema cualitativamente diferente a los dos anteriores: la corrupción en el socialismo. Difiere en calidad porque mientras que la sociedad burguesa gira alrededor de la máxima acumulación individual de capital, o de dinero para entendernos ahora, obtenible incluso violando su propia legalidad, la militancia socialista se caracteriza por el contrario por una conciencia revolucionaria en la que el dinero, el capital, es el enemigo irreconciliable a batir. Como veremos, las corrupciones que ha habido en lo que podríamos denominar sin mayores precisiones como «países socialistas» han sido y son infinitamente menores en todos los sentidos que la estructural, endémica y necesaria corrupción capitalista.
Para corromperse, el militante socialista ha de serlo sólo de boquilla, en la forma, con una conciencia muy débil en sus concepciones éticas que no tan sólo políticas y teóricas. La ética marxista es decisiva para superar las «tentaciones» de corrupción que surgen por doquiera en la sociedad capitalista, pero lo es mucho más todavía cuando se ha tomado el poder y surgen posibilidades de enriquecimiento, nepotismo, etc., como ha ocurrido.
Véase que hablamos de militancia socialista, es decir, de praxis revolucionaria comunista, y no de «afiliación socialista» en el sentido de estar afiliado a los partidos socialdemócratas, integrados en su burocracia y cobrando de ella y de las instituciones burguesas en las que se «trabaja» –ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos, instituciones varias, servicios sociales y públicos, empresas públicas, ministerios y aparatos del gobierno, burocracias del Estado, etc.–, de modo que dejamos fuera de la militancia revolucionaria a estos pozos podridos de nepotismo, corruptelas y corrupciones varias.
También excluimos a la parte de la burocracia eurocomunista y de otras ex izquierdas que se pasaron al reformismo blando o duro desde el famoso «desencanto» de la segunda mitad de los ’80, que paulatinamente fue enquistándose en la densa y pegajosa red de araña institucional, siendo abducida por el agujero negro de la «democrática corrupción». Recordemos aquella expresión peyorativa de «marxismo-ladrillismo» que había sustituido al marxismo-leninismo de los años ’60 y ’70 de algunas organizaciones y partidos políticos que se decían comunistas.
Y tenemos que reivindicar el honor y la ética comunista de miles de mujeres y hombres que nunca claudicaron ante lo cantos de sirena del sistema dominante. Como militante independentista y socialista vasco que soy, reivindico la rectitud de la izquierda abertzale a la que nunca se le ha podido acusar de la mínima corrupción a pesar de la sofisticada y permanente investigación a la que es sometida desde su origen por todos los aparatos del Estado, así como por los partidos y medios de prensa unionistas y autonomistas. Están ansiosamente prestos a despedazar a la izquierda abertzale sólo con el primer rumor de mínima corruptela por falso e interesado que resulte ser.
Partiendo de aquí, comparemos las situaciones históricas en las que han chocado dos poderes radicalmente opuestos: el capitalista y el pueblo trabajador, y veamos cuáles han sido las prácticas corruptas de ambas. Los órganos de poder de la revolución de 1848 chocaron con un régimen podrido, descrito brillantemente por Marx en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La lectura de este sorprendente libro nos descubre un mundo burgués infecto, pestilente, repulsivo hasta la náusea pero, debido a eso mismo, fiel espejo de la civilización del capital. La Comuna de París de 1871 se autoorganizó de manera democrática, comunera, descentralizada en muchas cuestiones y centralizada en las decisivas, la de defensa, por ejemplo, pero según Marx y Engels cometió el error de no haber sido suficientemente radical: debía haber nacionalizado la banca para así adquirir las armas y la comida que necesitaba vitalmente. La limpia ética comunera, que la marxista integra y asume, fue una lección al mundo entero que aún perdura en la memoria popular, mientras que la crueldad asesina de la contrarrevolución sólo fue superada por la masiva corrupción de un régimen militar que únicamente deseaba recuperar sus propiedades y privilegios a costa de miles de muertos y deportados.
Una de las razones que explican el arraigo creciente del socialismo en el capitalismo industrial de finales del siglo XIX, y anteriormente del anarquismo en el capitalismo comercial y campesino, fue su coherencia moral y honestidad a toda prueba, comparada con la cínica doble moralidad típica de la burguesía y con la inmoralidad de las iglesias cristianas. En los EEUU a la pestilencia de su clase dominante se le sumó la corrupción de sus mafias armadas privadas que, en connivencia con policías y jueces, asesinaban trabajadores y sindicalistas. La revolución de 1905 en Rusia y la oleada de luchas en otros países volvieron a demostrar que emancipación popular y corrupción se repelen como el aceite y el agua. Otro tanto sucedió en la revolución mexicana de 1910 realizada por pueblos explotados que, además de otras reivindicaciones, exigían acabar con los caprichos y cambalaches de los grandes hacendados.
La revolución bolchevique de 1917 fue también otro ejemplo incuestionable, y lo ha seguido siendo en parte hasta finales de la década de los ‘80. La corrupción generalizada sólo se impuso tras la disolución del PCUS, al desaparecer los controles que la frenaban. No es que no hubiera prácticas corruptas, las había y cada vez más desde que el grupo de Brézhnev terminara de controlar los resortes del poder en la segunda década de los ’60, aumentando progresivamente a costa del desarrollo global de la URSS. La famosa «perestroika» iniciada en 1985 tenía también como objetivo acabar con tales prácticas que gangrenaban aún más una situación que hacía aguas. Sin embargo, la diferencia cualitativa y objetiva entre las corrupciones de aquél sistema y las capitalistas es que aquellas se realizaban en su sistema en el que no existía propiedad privada de las fuerzas productivas, como en el capitalismo, régimen en el que pertenecen a la burguesía. No había derecho de herencia de grandes propiedades, es decir, el enriquecimiento por corrupción, crimen, ilegalidades, etc., inherente a la civilización del capital, no podía privatizarse ni acumularse en una única familia, ni menos aún clase social en el sentido marxista del concepto.
Se fue formando una casta –nomenklatura- que sí detentaba poder estatal y que sí obtenía beneficios socioeconómicos por su posición: mejores casas, coches oficiales, mejores y más bienes de consumo, posibilidades de viajar al extranjero, muy pequeñas acumulaciones de propiedad básica individual, etc., pero apenas más. Para que esta casta diera el salto a clase social propietaria privada de las fuerzas productivas, tuvo que vencer la contrarrevolución que (re)instaló un capitalismo tan podrido como los demás, pero con la diferencia de que en el ruso esa podredumbre era pública porque no tenía tiempo para ocultarla legalizándola. Hay una demostración contundente que confirma lo exiguo de la acumulación de propiedad individual en las castas de aquél sistema: conforme se hundían los llamados «regímenes del Este» la prensa capitalista se desesperaba porque no encontraba grandes fortunas privadas en los dirigentes y por tanto no podía manipularlas como ejemplos para demostrar la superioridad del capitalismo. No existe punto de comparación entre las pobres fortunas personales y no heredables de la nomenklatura y las gigantescas propiedades burguesas del imperialismo. Tampoco lo existe si queremos compararlas con las fortunas privadas acumuladas por los reyezuelos, militarotes y tiranos de toda laya que el imperialismo ha puesto y depuesto en el mundo entero para defender sus intereses.
La tendencia al aumento de la corrupción en los «países socialistas» se acelera en la medida en que se desarrolla el llamado «socialismo de mercado», que como tal es imposible en sí mismo: o existe el primero o existe el segundo. Esto ya se demostró al poco tiempo de existencia de la NEP en la URSS desde comienzos de 1921, que intentaba reactivar la destrozada economía mediante la concesión de algunos derechos de «economía privada», o «segunda economía», es decir, de capitalismo incipiente supeditado al control del Estado y de la democracia socialista. Fue el atraso zarista, la guerra de 1914, la contrarrevolución internacional desde inicios de 1918 y el sabotaje masivo de la burguesía y la clase terrateniente rusa la que arruinó el país obligando a la instauración de la NEP como medida desesperada de supervivencia. Sin poder desarrollar ahora esta decisiva cuestión, hay que decir que desde entonces, con altibajos, la pugna entre mercado y planificación estatal ha recorrido la historia práctica y teórica del socialismo hasta hoy mismo, y la recorrerá siempre que siga creyéndose que el socialismo es compatible con el mercado que es el foco de las corrupciones y del capitalismo dentro del socialismo.
Nada de esta pugna a muerte puede entenderse sin otros cuatro conceptos imprescindibles: democracia socialista y Estado obrero; comunidad internacionalista de Estados obreros; casta burocrática y Estado corrupto; y agresión imperialista. Según contextos y coyunturas la interrelación de estos cuatro vectores básicos puede explicar la evolución de las corrupciones dentro del «sistema socialista». El caso de China Popular es paradigmático: la opción oficial por el «socialismo de mercado» de los años ’90 y comienzos del siglo XXI se ha vuelto en opción por una especie de «capitalismo socialista» en el que el primer componente va devorando al segundo mientras que aumentan las resistencias populares y la corrupción específicamente burguesa –se permite la afiliación al PCCH de grandes capitalistas, por ejemplo– ha penetrado en el interior del partido, a pesar de las periódicas purgas extremas que llegan a ser ejecuciones de altos burócratas. Múltiples formas de corrupción se mantendrán y aumentarán conforme decrezca la propiedad estatal y aumente la propiedad mixta y sobre todo privada, en especial la de las grandes corporaciones chinas que ya explotan no sólo al pueblo trabajador chino y a las etnias internas, sino también a otros pueblos y naciones en el mercado mundial con su expansión subimperialista.
Concluyendo, un reto decisivo para el socialismo presente y futuro es el de luchar contra la corrupción en sí misma, sea en el interior de los «países socialistas» como en el capitalismo. Para ello es imprescindible recuperar la ética marxista, la teoría de la transición revolucionaria al comunismo y a la vez, la implacable lucha contra la burocratización de las organizaciones políticas, sindicales, sociales, culturales, etc., que se dicen socialistas, porque uno de los primeros focos de corrupción es la burocracia interna.
Nota: textito redactado para la editora Trinchera, de Venezuela.
ORIGEN Y PRESENTE DEL SOCIALISMO
El socialismo está siempre en adecuación y adaptación porque el capitalismo, su enemigo mortal, se adapta y adecua permanentemente. La lucha de clases es movimiento continuo a partir de las contradicciones sustanciales del capitalismo, lo que hace que la teoría socialista deba (re)crearse, descubrir e integrar los brotes que emergen de las raíces y las vivifican. Por esto, está condenada al fracaso cualquier definición cerrada, fija, dogmática del socialismo. La lucha de clases es la que impulsa con sus lecciones prácticas el enriquecimiento teórico del socialismo.
La lucha de clases mundial es la que enfrenta en todo momento de una forma u otra, pública o soterradamente a la minoría capitalista con la humanidad trabajadora, el capital con el trabajo. La lucha de clases particular, local, es la que se libra en cada pueblo, en cada nación o región del planeta entre las burguesías y los pueblos trabajadores de esos lugares. No puede existir una sin otra porque son formas de la misma esencia. El socialismo es la fusión de estas dos expresiones de la unidad: la mundial y general, y la nacional y local. Unidad que se reaviva al desarrollar formas nuevas en la historia del capitalismo desde el siglo XV hasta ahora: mercantil y comercial, industrial y bancario, financiero e imperialista, imperialista y especulativo en la actualidad. En lo relacionado con el avance teórico-político, podemos discernir cinco fases:
La primera es la presocialista, con luchas heroicas y dignas de mujeres, pueblos esclavizados, campesinos, artesanos y trabajadores urbanos. Sus resistencias se reflejan mal que bien pese a censuras, represiones y mentiras, en sus mitos, religiones, tradiciones y culturas populares. Valores y principios éticos con contenidos emancipadores básicos que se enfrentaron a la opresión e injusticia. Pero a la vez, al final de esta fase el pensamiento burgués crea los fundamentales argumentos contra los que va a tener que enfrentarse el socialismo hasta nuestros días: la economía política clásica, la filosofía kantiana, el eurocentrismo, la tesis del contrato social y de los derechos humanos burgueses, el feroz individualismo maltusiano y la sociología como «ciencia» antisocialista. Las revoluciones de 1848 marcan el declive de esta fase, que es definitivo con la derrota de la Comuna de París de 1871. En Nuestra América esta fase impresiona porque ya existía antes de la invasión europea pero se multiplicó desde el mismo 1492, con vibrantes y tenaces luchas que nos iluminan.
La segunda fase tiene una de sus fundamentales expresiones teóricas en el Manifiesto Comunista de 1848 en donde se critican varios «socialismos»; «socialismo reaccionario» que se divide en feudal, pequeñoburgués, y alemán o “verdadero”; el «socialismo conservador o burgués»; y «el socialismo y el comunismo crítico-utópico». En el Manifiesto aparece una de las fundamentales características del socialismo: la planificación estatal de la economía con una programación estratégica. En esta fase se avanza teóricamente en el Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunista de 1850, El 18 Brumario… de 1852, etc., que marcan un hito y que junto a los Grundrisse que empiezan a redactarse en 1857-58 y a la Contribución a la Crítica de la Economía Política de 1859, van sentando las bases de logros posteriores.
La complejidad de la estructura de clases, del Estado, de la política, de las luchas nacionales y anticoloniales, etc., es desmenuzada analíticamente en muchos textos de esta fase segunda que no podemos reseñar ahora, excepto para explicar cómo en este período surge una respuesta capitalista a las crisis de poder que, con el tiempo, derivará en el nazifascismo. La crisis sociopolítica en el Estado francés es resuelta por su clase dominante con el recurso del bonapartismo, forma autoritaria de gobierno basada en una potente burocracia estatal en manos de un caudillo o dictador que cuenta con algún apoyo de masas reaccionarias. Las iniciales críticas a la burocracia estatal de la primera fase del socialismo se amplían y enriquecen ahora mediante la crítica del bonapartismo.
La tercera fase se inicia con la creación de la I Internacional de 1866-76 y el libro I de El Capital, de 1867, al que seguirá la Crítica del Programa de Götha en 1875, el Anti-Dühring de 1878, La mujer y el socialismo de 1879, El origen de la familia… de 1884, la Crítica del Programa de Erfurt de 1891, la primera edición inglesa Del socialismo utópico al socialismo científico, de 1892, por citar algunos textos. Empiezan a tomar forma algunas cuestiones centrales pero aún poco definidas sobre cómo podrá ser la sociedad socialista futura y luego la comunista. También se fortalece la conciencia del poder alienador e integrador del capitalismo entre otras cosas gracias a las sobreganancias colonialistas y de nación opresora, al fetichismo, etc., como se demostrará.
La derrota de la Comuna de 1871, la Gran Depresión de 1873-95, la II Internacional de 1889, las leyes antisocialistas de 1878-90 y otras más, la oleada de luchas de 1905, las luchas anticoloniales y la revolución mexicana de 1910, las contradicciones interimperialistas y la guerra de 1914 son momentos que marcan el auge, la crisis y el hundimiento de esta fase que deja decisivas lecciones para el socialismo, entre ellas la definitiva formulación teórica del reformismo por un lado, y por el otro la también definitiva formulación del ideario burgués más reaccionario después del nazifascismo: la teoría marginalista o economía vulgar, padre del neoliberalismo, y la sociología como «ciencia social» de los imperialismos.
La cuarta fase comienza con la guerra de 1914 y la bancarrota de la II Internacional, y se simboliza en la revolución bolchevique de 1917, fase que aporta lecciones totalmente vigentes pese a la implosión de la URSS en 1991. En el tema de la concreción del socialismo hay aportaciones decisivas: en 1917 Lenin publica El Estado y la revolución en donde, entre otras muchas cosas, muestra que el socialismo es la antesala del comunismo o la primera etapa limitada e imperfecta del comunismo pleno. El Estado burgués debe ser destruido y debe crearse un Estado obrero sostenido en el poder de los soviets, de los consejos obreros y populares, y en la más profunda democracia socialista que devuelva la libertad a las mujeres y a los pueblos oprimidos. Además, el avance al socialismo se librará luchando a vida o muerte contra el imperialismo por lo que ha de ser una lucha internacional y a la vez de liberación nacional. Por esto hay que crear la III Internacional en 1919 porque, entre otras muchas razones, el tránsito al socialismo puede ser derrotado reinstaurándose el peor capitalismo.
Venimos insistiendo en que el enriquecimiento teórico del socialismo y su misma definición va unida desde la década de 1840 a los vaivenes, derrotas y victorias de la lucha de clases mundial, y la fase cuarta lo confirmará de manera irrefutable. Los extraordinariamente ricos debates de esta época son incomprensibles si olvidamos la extraordinaria brutalidad del capitalismo mundial multiplicada desde entonces hasta ahora, ferocidad negada por la historiografía burguesa.
La teoría del imperialismo; del Estado; de la cuestión nacional; de la dialéctica; de la burocracia; de la cultura socialista, de la familia y de la pedagogía; de la libertad sexual; de las identidades de fondo entre los dilemas «socialismo o barbarie» de 1915 y «caos o comunismo» de 1919; de la economía social y cooperativa dentro de la planificación estatal, de la incompatibilidad entre mercado y socialismo, del capitalismo de Estado bajo la democracia socialista, de la extinción del valor y del dinero; de la socioecología en el socialismo; del pueblo en armas y de la extinción del derecho; de las relaciones con potencias imperialistas, del sindicalismo rojo, de la estabilización o crisis del capitalismo y el fascismo; del materialismo histórico y la marcha dialéctica y abierta o mecánica y cerrada de los pueblos del mundo al socialismo; de la valía de los textos «juveniles» del marxismo, las purgas y la ética socialista… esto y más llegará a niveles extremos con la Gran Crisis de 1929 que sólo acabará parcialmente en 1945, hasta concluir en 1991.
El Manifiesto Comunista criticó los «socialismos» del momento. A finales del siglo XIX crecen diversos reformismos que a partir de 1914 defenderán a muerte al capitalismo en nombre del «socialismo». Las terribles condiciones internas y externas que casi asfixian a la URSS facilitan su burocratización desde finales de la década de 1920, lo que fuerza la aparición de socialismos que reclamándose del marxismo llegan a enfrentarse entre sí durante una falsa «guerra fría» que en realidad fueron y siguen siendo múltiples guerras calientes con millones de víctimas desconocidas.
Guerras provocadas por el capital y los imperialismos, que endurece su contraofensiva contra el socialismo en cualquiera de sus expresiones para descargar sobre la humanidad trabajadora los costos de La Crisis que estalla a finales de la década de 1960 y se agrava en 1973. El final de la cuarta fase del socialismo en 1991 se precipita bajo estas agresiones totales que dan un salto con el neoliberalismo y el ataque a los derechos y conquistas sociales, ataque devastador contra la identidad trabajadora, remilitarización imperialista, desregularicación financiero-especulativa, ideología individualista extrema, negación de la lógica de la historia y reactivación planificada de irracionalismos, esquilmación de la naturaleza, privatización del conocimiento y de la vida, sobreexplotación de la mujer, nueva esclavización de la infancia…
La quinta fase comenzó en medio de la derrota de un socialismo que había dejado de serlo aunque conservaba restos de las conquistas innegables de su esplendor perdido, logros que hay que actualizar porque son imprescindibles ahora y mañana. Pero a la vez y muy significativamente, esta derrota no hacía sino confirmar la razón teórica básica del socialismo crítico y dialéctico, el que no había claudicado a los sucesivos cantos de sirena de la II Internacional, de la burocracia estalinista, de la sociedad posindustrial y del eurocomunismo en los ’70 y ’80; de la «tercera vía» socioliberal, de las modas post, de la artificialidad vacua del negrismo y de los múltiples sujetos aislados que se aglomeran en la multitud del 2000; del fin del trabajo y de la nueva economía cognitiva, del populismo de los significantes vacíos, del proletariado extinto sustituido por la gente, la ciudadanía, los de abajo, por ese 99% opuesto al 1% que no expresa cualidad social alguna sino pobre cuantificación sin sustancia.
Cada final de fase socialista ha conllevado un desplome de los dogmas plomizos ya obsoletos y la recuperación de las ideologías burguesas elaboradas en las antagónicas fases capitalistas. Resurgen así con nuevos argumentos las clásicas luchas teóricas y filosóficas ya existentes en la segunda mitad del siglo XIX. La diferencia actual es que el socialismo crítico ha conservado y está actualizando los fundamentos teóricos que explican las contradicciones capitalistas y que sustentan la estrategia comunista. Se agudiza y radicaliza la unidad y lucha de contrarios teóricos irreconciliables en medio de la Gran Depresión del siglo XXI que tiene una gravedad cualitativamente superior a todas las crisis anteriores. La fuerza teórica del socialismo dialéctico y crítico aparece ahora en toda potencia revolucionaria porque es durante las crisis cuando se demuestra la certeza o incerteza de las teorías.
El socialismo, el marxismo, ha elaborado una crítica del capitalismo basada en la demostración de que los capitales individuales se centralizan y concentran en cada vez menos grandes corporaciones; en que este proceso va unido al aumento de las masas de capital dedicadas a nuevas máquinas y tecnología, aumentando así la composición orgánica del capital; esto hace que la tasa media de beneficio tienda a la baja, lo que obliga a los capitalistas a aplicar contratendencias que faciliten su recuperación; todo lo anterior hace que aumente la proletarización social y que se socialice aún más la producción. Todo ello hace que si bien aislada e individualmente algunos capitalistas buscan racionalizar su negocio particular no tengan más remedio que, por un lado, despedazarse, comerse unos a otros; por otro lado, aplastar a la clase obrera; además, intentar monopolizar la ciencia para que no se beneficien otros capitalistas y mucho menos los pueblos y Estados rebeldes; y por último maximizar la destrucción de la naturaleza sin reparar en desastres a medio plazo.
Resulta así que la enana racionalidad parcial se convierte en incontrolable irracionalidad global. Cada vez menos burgueses se apropian de mayor parte de la producción social, multiplicando la riqueza del capital y la pobreza relativa y absoluta del trabajo. Al reducirse la capacidad de compra del pueblo aumentan las mercancías que no se venden y los empresarios tienen que gastar más en marketing, sector servicios y préstamos, pero también deben ralentizar durante un tiempo la innovación tecnocientífica. Pero si la economía productiva, el capital industrial no recupera su rentabilidad, entonces la burguesía invierte los capitales sobrantes en negocios fáciles, finanzas especulativas de riesgo, economía sumergida e ilegal, surgiendo así burbujas cargadas de deudas impagables que estallan masificando la ruina y enriqueciendo a la minoría.
Como se invierte poco en industria se va acumulando un potencial productivo y científico que no se activa porque el capitalismo no puede dar salida a las mercancías que se amontonan en los escaparates ante un pueblo que sufre carencias y penurias. Tarde o temprano, tantas contradicciones golpean la conciencia alienada de las masas, parte de las cuales giran a la izquierda, otras a la derecha, permaneciendo un sector pasivo e indeciso. Llegado ese momento es decisiva la existencia de organizaciones comunistas. La burguesía endurece el control sociopolítico y reduce las libertades: su Estado se prepara para mayores represiones. La lucha de clases se encrespa. En 2007 la crisis que se venía fraguando desde hacía tiempo entró en su «fase oficial» confirmándose de nuevo la teoría marxista pero de manera más grave e inquietante. El socialismo tiene razón: el futuro será comunista o no será.
Si desea leer más artículos de Iñaki Gil de San Vicente, pinche AQUÍ